La buena noticia es que en Francia no hay un 18 por ciento de ultraderechistas, aunque voten en esta proporción al Frente Nacional. La mala noticia es que el FN seguirá inflando su cosecha de votos, mientras los partidos de inequívocas credenciales democráticas –a falta de saber quién expende esa titulación– insistan en esquivar problemas candentes que el fascismo abraza sin saberlos resolver. Tampoco son xenófobos tres de cada cinco suizos, aunque se pronunciaran en contra de los minaretes. El extravagante comportamiento electoral aporta otra pista sobre la distancia creciente entre los aparatos partidistas y la población.

¿Qué colectivo gremial disfruta de pleno empleo, además de unas excelentes perspectivas de promoción personal? Los políticos profesionales. Véase el pluriempleo –multitasking, en la jerga actual– de la izquierdista Elena Salgado, en lujosos consejos de administración. Su ejercicio de pantouflage, o tránsito instantáneo de lo público a lo privado sin necesidad de cambiarse las pantuflas, ilumina las declaraciones en que se negaba a intervenir sobre los escandalosos sobresueldos a los ejecutivos, por teórico respeto a la libertad de empresa. A la vista del impecable comportamiento izquierdista de la vicepresidenta de Zapatero, no cabe descartar que un contingente apreciable de votantes del PSOE oscilen a opciones extremas. En particular, si su situación económica ha empeorado gracias a las medidas de Salgado. Y cuesta discutir el sano escepticismo de los desertores, porque el socialismo actual tampoco va a garantizar que no coloque las riendas económicas en manos de otro saltarín, que utilice su ministerio como puerta giratoria hacia una apetitosa colocación.

No hace falta detenerse en la peliaguda cuestión sobre el momento exacto en que un ministro empieza a preocuparse más por su porvenir personal que por el bienestar de sus ilusionados votantes. Sin embargo, habrá que perdonar la irritación del ciudadano que eleva su disgusto al límite de fractura de una opción inconfesable, la postura que más dañe a su adscripción natural. Si en Francia hubiera un 18 por ciento de ultraderechistas, el centro de gravedad se habría desplazado de tal manera que volcaría el país entero. El FN significa la espita para las personas encajadas entre el lujo bling bling de Sarkozy y la gauche caviar de los socialistas. Hollande ha de demostrar que puede quebrar esa disyuntiva, pero convendría que omitiera las promesas que no podrá cumplir.

El porcentaje de españoles que abominan de los políticos coincide con la fracción de franceses, holandeses, suecos o finlandeses de súbita adherencia ultraderechista. En Italia, la confianza en los partidos políticos acaba de ser fijada por el Corriere della Sera en un dos por ciento. En efecto, dos de cada centenar de italianos creen en el sistema. En toda Europa, la proporción de disidentes extremos coincide con la cantidad de personas cuya situación económica se ha agravado significativamente con la crisis. La democracia es un régimen para ricos, y hay estudios económicos que asocian su estabilidad con la renta per cápita del país en cuestión.

La brújula del mapa ideológico ha girado noventa grados. La anticuada división horizontal del espectro político en izquierdas y derechas se ha transformado en arriba y abajo. La verticalidad de la nueva situación revela su mayor propensión a la violencia. Su imperio se traduce en que nunca se había hablado tanto del uno por ciento de rentas superiores, frente al 99 por ciento que paga impuestos. En esta clasificación, los ministros de Zapatero –por no hablar de sus vicepresidentas– se hallarían más cercanos al vértice que a la base. No cabe extrañarse si este alejamiento se reinterpreta como desinterés, y se castiga con el apartamiento electoral.

El parón brusco del ascensor social, unido a la desaparición del mercado laboral y al bloqueo de la universidad para las capas inferiores, garantiza la eternización de los nuevos polos ideológicos. Pensar que el estancamiento transcurrirá sin crujidos es una ilusión digna de quienes prometieron que los precios inmobiliarios aumentarían indefinidamente. El resultado no será la derechización, sino la polarización social. La austeridad no es optativa, pero el reparto de sus cargas sigue en discusión. De ahí el reciclaje interminable de gobiernos occidentales, a cargo de ciudadanos de indignación creciente y ubicación descendiente.