Si el motor de la economía son el talento y el arrojo de los emprendedores, hay que considerar el dinero como el aceite que lo lubrica. Hasta que no refluya el crédito con normalidad a la actividad de las empresas y a la vida de las familias españolas las cosas no comenzarán a mejorar. Los problemas sobre la mesa son muchos, pero el más acuciante de todos, el prioritario ahora mismo, probablemente sea el saneamiento de la banca, una herida abierta por más cuidados paliativos que se le aplican. Además de otras incertidumbres, el recelo sobre la situación real del sistema financiero ha vuelto a disparar la desconfianza en España, en una semana trágica en la que todos los indicadores se desmoronaron de sopetón. Esta lucha contra la crisis parece interminable.

El anterior gobierno de la nación demoró hasta la temeridad las reformas y el actual, por convicción u obligación, no para de emprenderlas aunque resulten impopulares. Pocas veces en la historia de este país se han hecho tantos cambios y de tanto calado en tan poco tiempo, aseguraba esta semana el único ejecutivo español del Banco Central Europeo. Sin embargo, la calma no llega a los mercados. El país no encuentra respiro. A un año malo le sucede otro peor. Antes el miedo era a que la deriva griega contaminara a España. Desde hace unos meses el problema es directamente España. ¿Pese al esfuerzo, no hay forma de frenar la sangría? Cuando una enfermedad no responde al tratamiento es porque nadie actúa sobre sus verdaderas causas. Algo de eso ocurre aquí: los inversores, ni tontos ni malvados, recelan de nuestro país. Hay males ocultos, una deuda privada –dos billones de euros, más del doble que la pública– sobre la que nadie actúa, una banca bajo sospecha y unas autonomías que son como cajas negras.

El deterioro de las constantes vitales de la economía nacional en esta última semana aterra. La prima de riesgo toca zonas mortales. El Gobierno gasta 91.000 millones de euros más de lo que ingresa. La mayor partida de los Presupuestos, 29.000 millones de euros, es para pagar los intereses de la deuda. El valor bursátil ha retrocedido una década. El subsidio de desempleo consume 30.000 millones de euros. Rozaremos pronto los seis millones de parados.

«Señores banqueros, suelten un poco la mano. Nos están asfixiando», clamaba estos días por la radio una pequeña empresaria. Quería mantener a toda costa su agencia de transporte y sus cuatro empleados, pero no podía encarar los gastos normales de funcionamiento con el grifo del crédito cerrado. La nula fluidez en la concesión de préstamos está estrangulado la economía. Sin dinero, las empresas van mal. Si van mal, no pueden devolver deudas. Si no pagan, los bancos sufren un doble castigo: la morosidad y su descomunal descubierto por el ladrillo, todavía de magnitud desconocida.

La realidad española parece un «cubo de Rubik». Para resolver el rompecabezas hay que actuar al instante sobre varios ejes y prever movimientos encadenados. Reducir el déficit público, sostener el estado del bienestar, atender las pensiones, crear empleo, aumentar ingresos fiscales... Abordarlo todo a la vez supone un equilibrio casi imposible. Lo que es bueno para una cosa acaba desajustando otra. Contraer las cuentas de las administraciones deja la economía sin estímulos. Cuantos más incentivos perdamos, más habrá que adelgazar los presupuestos. Y vuelta a empezar la espiral endemoniada.

Sin crecimiento no se pueden pagar las deudas, pero para crecer es imprescindible limpiar de toxicidad el sistema financiero. Las medidas aisladas no sirven de nada, aunque este sea un paso, el primero, sobre el que fundamentar lo que tenga que venir luego. Todo esto empezó por un sofisticado producto financiero, las hipotecas «subprime» y la quiebra de Lehman Brothers. Mientras el resto de países desarrollados se aprestaron a apuntalar a sus bancos, aquí los gobernantes presumían ufanos de que éramos los campeones de la solvencia. Nos sacan cinco años de ventaja.

Llevamos dos planes recientes para sanear entidades de ahorro y la situación no está ni mucho menos resuelta. Más bien empieza a percibirse como un serio lastre por sus efectos colaterales, secantes para el crédito. Las dudas sobre el patrimonio de las entidades financieras, manteniendo para cuadrar sus números una valoración irreal de los pisos y solares con los que han cargado, son más que razonables. Por fin empieza a hablarse de apartar los activos tóxicos en una sociedad para purificar de un plumazo los balances bancarios y conseguir la cura instantánea. Hay quien habla de que los bancos necesitan otros 58.000 millones de euros para arreglar el estropicio y quien incluso duplica esta previsión.

Si un gobierno asegura que la solución de una crisis no le ha supuesto coste alguno es que la crisis no se ha resuelto, suelen decir los economistas. Los contribuyentes, como siempre, van a poner mucho dinero para enderezar la nave. Por lo pronto 14.000 millones de euros más en impuestos. No van a regarnos con más manguerazos de liquidez desde el exterior, ni podremos sustituir deuda por más deuda a interés desmesurado. Los responsables del desaguisado no pueden salir de rositas. Muchos banqueros, principalmente altos directivos de algunas cajas de ahorros, que sólo se preocuparon de sus sueldos multimillonarios y la ingeniería contable tienen que pagar el desmán.

Incomprensiblemente, muchos siguieron al frente, incluso con el beneplácito de la autoridad monetaria, de las entidades que condujeron a la ruina. Otros se han ido con indemnizaciones y pensiones de escándalo.

Para curarse, España está sufriendo un programa de reformas radical, que el Gobierno debería explicar con toda claridad. Quien fija el rumbo para recuperar credibilidad debe convencer a los ciudadanos de que todo el mal que sufren tendrá recompensa cuando esto pase. Hay que dar a conocer abiertamente el diagnóstico y el tratamiento, y por qué tantos sacrificios, que elogian los organismos multilaterales (la Comisión, el BCE, el FMI...), son hambre para hoy pero pan para mañana.