La semana pasada, la Delegación Educación presentaba una entrañable actividad que llenó mi cabeza de buenos recuerdos. Docentes que dejan huella es una iniciativa del propio delegado que pretende reconocer el trabajo del profesorado y la gran importancia que los maestros tienen en la vida de cualquier persona. Mientras escuchaba y tomaba notas, como en cualquier rueda de prensa, fue inevitable que no me acordara de esos maestros que, sin duda, participaron de forma definitiva en que sea como soy. Durante los trece años que estudié en el colegio Los Olivos, de los agustinos, algo de lo que me siento profundamente orgulloso, fueron quienes me modelaron como si fuera barro y me hicieron persona. Porque no sólo se preocupaban por enseñar o inculcar el deseo por aprender. Y yo sin darme cuenta. No sé si entonces ya se lo agradecía. Puede que sí, porque siempre fui un niño aplicado y estudioso. O eso dicen.

Forman parte de mi vida, y seguro que de la de muchos de mis compañeros de entonces, maestros como la señorita Rosita Posadas, que fue mi tutora desde primero a cuarto de EGB. El padre Miguel (que tenía nombre y personalidad de poeta: Miguel Hernández) y el padre Modesto y sus sabios y oportunos capones. O Paco Gavilán, un docente muy cercano, un profe guay que, sin embargo, conservaba su autoridad y todos le guardábamos el debido respeto. Fue fundamental para que no perdiera el curso en un año muy difícil. O Manuel Devolx, director de una revista trimestral que se llamaba El Superior, en la que los alumnos de ese ciclo podíamos publicar nuestras redacciones, poemas, chistes o dibujos. ¡Qué gran idea! ¿Se dan cuenta? Yo soy periodista por eso. Cada vez lo tengo más claro. Ahí podía escribir historias y compartirlas con los demás.

Y ya en BUP, cuando había que elegir entre Ciencias o Letras (reconozco que yo me decanté por las mixtas más raras del mundo: Latín y Dibujo Técnico) contribuyeron de forma decisiva en abrirme y elegir camino profesores como Joaquín Rosales o María Victoria García Berlanga, que además de conseguir que me gustara leer hasta Cinco horas con Mario, me ayudó también a vencer mi timidez al participar en la obra de teatro en las fiestas patronales de ese año 1995: Usted tiene ojos de mujer fatal, del gran Jardiel Poncela, en la que yo hacía de Reginaldo de Pantecosti. Con esa representación aprendí también a dar un paso adelante y echarle un poquito de cara a la vida, pero con estilo, consideración y cortesía. Algo fundamental en esta profesión. Y sobre todo, aprendí a reírme de mí mismo. El día de la función me quedé afónico, por cierto. ¿Serían los nervios? Más nerviosos creo que se pusieron Mariví y el resto del reparto. Y cómo olvidarme del padre Manrique y su filosófica forma de impartir Filosofía. Por sus ojos han pasado muchos más alumnos que profesores por los míos.

Pero los recuerdo. Como si fuera ayer. Con mucho cariño y emoción. Y ahora que estoy a punto de ser padre, no dudaría ni un instante en poner la educación de mi hija Paz en sus manos. Son los maestros que me dejaron huella. Yo soy quien soy por ellos. Gracias.