En mi infancia fui una vez a una iglesia luterana. Era verano y el campo estaba sembrado de flores. El templo, de madera austeramente decorada, conservaba una extraña dignidad. Los libros de salmos estaban repartidos por los bancos, mientras el recogimiento nórdico propiciaba el silencio. Mi abuela tocaba a menudo el piano allí, acompañando la liturgia. Creo que me llevaron para que la escuchara, aunque ya no recuerdo muy bien.

Sí me acuerdo, en cambio, de unas palabras de la homilía, que versó sobre el pueblo de Israel y el rechazo de Dios. Se trata de uno de los grandes temas que atraviesan el Antiguo Testamento y que se repiten a lo largo del libro: entonces los hijos de Israel se olvidaron de las enseñanzas de Dios y... sucedió una desgracia. O algo así. Cuando era niño me asombraba comprobar que esos cambios dramáticos de fortuna pudieran tener lugar en apenas unas páginas, como si el triunfo y el fracaso se hermanaran igual que la luz y la sombra. Luego, con los años, descubres que el espacio de esas páginas lo ocupan una o dos generaciones, que la historia desvela cuan débil es la civilización y que, llegados a un punto, las circunstancias se precipitan a una velocidad vertiginosa.

Hablo del Antiguo Testamento, pero podría referirme también a los moralistas franceses o a la hybris griega, ese exceso de orgullo que conducía al hundimiento de una sociedad. Las lecciones son recurrentes en el tiempo: la codicia española en América, la burbuja de los tulipanes – siglo XVII– en Holanda, el imperialismo de las grandes potencias. Si buceamos en los relatos sobre los felices años veinte previos al crack del 29, el retrato moral incide en un mismo diagnóstico: la excesiva codicia, el endeudamiento como forma de vida, el engaño sistemático, el espeso orgullo de la clase política y de los banqueros, la ingenuidad de creer en ese cuento de la lechera que garantiza la riqueza a cambio de nada.

La cuestión es constatar los marcos conceptuales que se repiten. El gran Charlie Munger recordaba, hace poco en la CNBC, un viejo dicho que corría por el Congreso de los Estados Unidos a finales del XIX: «Cuando hablan, mienten; cuando callan, roban». Lo podríamos aplicar hoy a esta Europa que se hunde entre el descrédito y la insolidaridad. La siguiente lección sería la opuesta, es decir: confiar en que todo esto quedará atrás cuando reconozcamos nuestros errores. Quizás lo que se necesite sea simplemente una disciplina de honestidad.

Con la prima en riesgo en máximos históricos y la economía española destruida, uno se pregunta si no nos enfrentamos a uno de esos giros bíblicos de los que se habla en el Antiguo Testamento. ¿Qué hicimos mal? Casi todo, supongo. Crear un Estado mastodóntico, subsidiar hasta niveles increíbles la economía, gastar y endeudarnos con la alegría del nouveau riche cuando anteayer no éramos nadie en el panorama internacional. ¿Dónde quedaron los valores del esfuerzo, del sentido común, de la laboriosidad, del ahorro, de la inteligencia en definitiva? No lo sé. En el fondo, constatar que, de los tres países intervenidos por la UE, dos fueron dictaduras hasta hace apenas unas décadas. Como España, por cierto. A menudo, el pasado perdura como una maldición. Y esto vale tanto para Europa como para nosotros.