No le digas a mi madre que soy periodista, dile que toco el piano en un burdel» es una vieja frase de la profesión. Siempre hemos tenido claro que circulábamos por la estrecha línea que separa la decencia de la basura, y que en demasiadas ocasiones caíamos hacia el lado sucio. La prensa nunca ha tenido buena prensa, justo es decir que la mayor parte de las veces por nuestra propia culpa. En los últimos treinta años en España hemos sido capaces de dilapidar un fantástico capital que ya es absolutamente irrecuperable. Al principio de la Transición el periodismo estaba entre las tres profesiones que tenían una más alta consideración social, y ahora estamos entre los tres últimos. Curiosamente, pero no por casualidad, los políticos nos han acompañado en este viaje al barro.

En la caída ha colaborado mucho la constante confusión entre los periodistas y sus empresas. El periodismo, además de un oficio, es un negocio, un negocio caro pero suculento donde los beneficios no siempre se cuentan en euros, pero sí en influencia, en poder. Y ahí los periodistas, en tanto que empleados, sólo somos herramientas necesarias para alcanzar determinados objetivos que no siempre tienen que ver con la objetividad, y que si bien son los objetivos de la empresa, no tienen por qué coincidir con los del periodista, ni siquiera con los del periodismo.

Pero hay más factores. En los últimos años, pero sobre todo al amparo de la crisis, las redacciones se han ido adelgazando alarmantemente, se ha ido sustituyendo a los periodistas más veteranos por profesionales muy jóvenes, recién salidos de las facultades, a quienes el cepo de un contrato en prácticas les impelía a hacer cualquier cosa, desde cobrar salarios de miseria a, incluso, no cobrar por el trabajo realizado, conformes con que la simple visibilidad que ofrece el medio ya es pago suficiente. De ahí no faltaba más que un paso para llegar al punto de indignidad de que una empresa de Marbella lance una oferta laboral en la que solicita periodistas «con disponibilidad para el desnudo».

No cabe duda de que el empresario en cuestión ha caído en otro de los errores que han favorecido el desprestigio del periodismo, su confusión con el espectáculo, a lo que ha contribuido enormemente la televisión y sus griteríos. Este tipo lo que necesita no son periodistas, pero ni siquiera lo sabe, equivocado por el insoportable intrusismo que soporta una profesión vital para la sociedad pero emponzoñada casi sin remedio por la falta de autocrítica, de regulación profesional y de dignidad empresarial.