El Gobierno nos prohíbe la indignación. Mi médico de cabecera, también. El Gobierno argumenta que si damos rienda suelta a nuestro enfado podemos incurrir en un delito contra la salud del Estado. Mi galeno advierte que si lo hago, el corazón o la cabeza pueden sufrir un colapso. Los dos aconsejan no tomarse la realidad a pecho y que lo mejor es distraerse con Roland Garros, la Fórmula 1, la Eurocopa de fútbol y los Juegos Olímpicos. Cuatro citas idóneas para este dramático momento en el que la tensión se dispara.

Cada uno de estos eventos favorece la liberación de adrenalina, el beneficioso aumento de endorfinas y la recuperación de la autoestima de ser español, bastante maltrecha en estos momentos donde nos iría mejor si fuésemos alemanes, masáis, las sombras sin rostro que mueven los mercados o jugadores de póquer. Los primeros tienen un rollizo y rubio futuro; los segundos son guerreros de la supervivencia en parques naturales; los terceros viven en paraísos fiscales y los últimos se retiran de la partida de la banca con una escalera de color, como hizo el expresidente de Bankia, o un as de diamantes, igual que el exdirectivo de la entidad que pretendía cobrar una indemnización de 14 millones de euros.

¿Desde cuándo se premia la mediocridad y la mala gestión? Sabemos que la ética se ha perdido en este país y que la conciencia también. Somos un país aconfesional de pícaros y arribistas. La justicia está ciega y con su presidente, Carlos Dívar, en el punto de mira por sus vacaciones en Marbella a costa del Consejo General del Poder Judicial. ¿Qué nos queda entonces? ¿El Gobierno, la oposición? Pues va a ser que no. La segunda está cerrada por reformas y el primero ha tendido puente de plata a Rodrigo Rato para no tener que dar explicaciones de dedocracia ni barajar la responsabilidad penal de lo que tiene visos de estafa.

Tampoco ha estado fino el ministro De Guindos al reaccionar contra la pretensión de Aurelio Izquierdo, veinticuatro horas después de que las redes sociales echasen humo. Está claro: el sistema financiero español se desmorona como un castillo de naipes; Bruselas, junto con el Banco Central Europeo, se frota las manos por los intereses de la deuda que tendremos que pagar los ciudadanos con más recortes y aflicciones; el gobierno se enroca en silencios y en imperativos, sin atreverse a llamar a las cosas por su nombre ni a explicarnos que no somos el tiempo que nos queda. Los partidos se miran de reojo y juegan al tiqui-taca intentado ocultar su miedo a abrir la caja de Pandora de la banca. Sólo unos pocos medios de comunicación, algún que otro político de altura y un puñado de voces de las redes sociales promueven reflexiones, rechazos, debates, preguntas, movilizaciones. Un poco de luz de flexo sobre las tragedias y los despropósitos.

Lo último que ha generado una rebelión en la red, que a este paso será un peligroso nicho de rebeldes que el gobierno controlará, es la noticia del mega proyecto de urbanizar el paraje gaditano de Valdevaqueros. Una de las últimas playas vírgenes con un cordón dunar único, en la que quieren levantar 1.423 plazas hoteleras y 350 viviendas, igual que se está haciendo en la cercana playa de El Palmar. De nuevo la gallina de los huevos de oro, el sueño recurrente de los promotores y los alcaldes, de Tarifa en este caso al viento. A falta de talento, ideas, cultura y ética, volvamos al ladrillo como piedra filosofal. Se veía venir hace tiempo.

Una vez colmatada la Costa del Sol, donde aún quedan grúas y muchas urbanizaciones fantasmas, Cádiz era el siguiente paisaje que desvirgar; el nuevo yacimiento de dinero. La coartada, la de siempre: creación de puestos de trabajo y desarrollo económico para la zona. En España somos adictos al monopoly, al póquer de farol, a los fuegos de verano, al compadreo, a la corrupción y a echarnos al monte para recalificar. No es extraño que muchos empresarios, políticos, gestores y curritos tengan la inteligencia enladrillada, el verbo plano y la picaresca en el ADN. Lo curioso es que en los colegios ya nadie lee El lazarillo de Tormes o El Buscón de Quevedo. Aunque me lo desaconseje mi médico, voy a seguir indignándome.

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