Vas a Madrid, Barcelona, Valencia o Sevilla y no oyes otra cosa que plañidas por el recorte a los presupuestos públicos de la Cultura. Los programadores no saben qué hacer porque ignoran el punto al que llegarán las rebajas. Ellos viven con angustia el bajón de la cantidad y la calidad, agobiados por la incertidumbre del futuro. Los trabajadores del sector han sido diezmados, los intelectuales y artistas rebajan su caché con la esperanza de cobrarlo algún día, cierran las galerías, los editores empiezan a volcarse en la red, las estrellas del pop y el rock no llenan los aforos, los managers apenas cubren gastos y pocos se atreven a contratar con la antelación que exigen las giras.

La vida cultural se empobrece al ritmo de la vida educativa en todos sus niveles. La investigación, el desarrollo y la innovación de las universidades se convierten en metafóricas desideratas, la igualdad de oportunidades se relativiza con las nuevas condiciones de rendimiento medio, la subida de las tasas y el copago general que está a la vuelta de la esquina. No cesa la diáspora de los mejores profesionales y el que más o el que menos está pendiente de las ofertas que llegan del exterior para hacer la maleta. Paro y páramo son algo más que étimos de raiz análoga. Si Europa no reacciona, la centralidad cultural de tantos siglos emigrará en peso a las áreas del mundo que escapan de la crisis capitalista o saben procesarla con medidas y recursos menos esterilizantes que la mediocre austeridad.

Si es cierto que las crisis perfeccionan a medio plazo el tejido productivo, es de esperar que también depuren los malos hábitos de la vida cultural. Un desarrollo subsidiado por las instituciones públicas con el señuelo del gratis total –o casi– tiene siempre el precio del dirigismo, pues bien sabido es que, el que paga, manda. La proclividad de la cultura oficial es la de las grandes infraestructuras por encima del rendimiento de la libre imaginación, tantas veces incómoda para el poder.

Los espacios faraónicos, la proliferación de entes contra el agravio comparativo entre autonomías y la financiación de lo espectacular fueron para la megalomanía política más rentables en imagen –cuando no en comisiones de ladrillo– que la creatividad cultural neta. Algo bueno ha de tener el pronóstico, percutido sin descanso, de que nada volverá a ser como fue. Cuando se normalice el tráfico económico y la ciudadanía recupere sus derechos, los gobiernos tendrán que aportar todo aquello que corresponde a la convivencia y el progreso en la cultura. Pero su administración habrá de pasar a manos conscientes y responsables.

En todas partes cuecen habas. Barenboim amenaza con abandonar Berlín, por él convertida en capital europea de la música, si ralentizan el gasto de reforma de la vieja ópera imperial. Es un síntoma. Me complacía mucho observar a Angela Merkel paseando como una más durante los entreactos del Festival de Bayreuth. Ahora creo que, si vuelvo a coincidir en fechas, pasaré de ella. A la larga, todos los de su casta son iguales.