Un importante político malagueño escribía el viernes en su blog un acertado y sentimental comentario sobre nuestra tierra. Eso sí, avanzando en su discurso, con un tramo argumental recorrido sobre el que ya resultaba difícil volver y desdecirse (kilos de elogios) aclaraba que no era «un malaguita», más bien un malagueño orgulloso de su tierra. Y afirmaba haciendo una sagaz pregunta, un enigma, algo que va camino de ser todo un arcano: ¿Por qué no prosperamos y salimos de esta o tenemos menos paro si poseemos un clima extraordinario, unas infraestructuras magníficas, formación universitaria de calidad, el empuje tecnológico del PTA, una oferta cultural inigualable y una gran malla empresarial a la que debemos, sin duda, la fortaleza de nuestra economía...» Y ahí se quedaba.

La respuesta, el corolario, la conclusión, el fin de tal acertado silogismo no era fácil para él. No se le ocurrió. No a él. Y tal vez sea fácil para el resto: no salimos del pozo pese a toda esa potencialidad por que faltan liderazgos. Potentes, que guíen. Verdaderos líderes políticos, no gente que sueña con ser consejero o ministro o que ve una concejalía como el momio ideal para dormitar o que administra una ciudad como se administra una comunidad de vecinos donde la oposición es como el coñazo del Sexto B, que no paga nunca a tiempo las derramas para reparar la piscina.

Hay estudios sobre la influencia de las chinchetas en la melancolía dominical de los coreanos de 53 años a los que no les gusta el té con leche, pero no sabemos si los hay sobre la relación entre liderazgo político democrático fuerte y progreso. Eso sí, donde las instituciones tienen un gran arraigo con independencia del partido que las gestione, y de la coyuntura de la economía, la prosperidad suele ser mayor, ahí están Cataluña o Euskadi. Luego están los territorios prósperos por bondades naturales. O por ambas cosas.

Y luego están los que lo son por el carácter de su gente. Bueno, también los hay que tiene líderes como Esperanza Aguirre y son prósperos pero no sabemos si sin ella lo serían más pero nadie puede acusarla de no ser una líder. Tampoco es desdeñable, como desvelaba el otro día el diario El País, que entre el partido, las consejerías, las empresas públicas, etc., tenga a su servicio un centenar de expertos en comunicación. O periodistas, por lo menos. Gentes que trabajan todos a una, modulando y moldeando el mensaje y no sólo –por indicación del político- haciendo una lista de qué medios de comunicación acuden a tu rueda para regañarles si no y escribiendo plúmbeas intervenciones para inaugurar convenciones de la nada.

La falta de liderazgos apetecibles de seguir, que generen confianza y progreso es un problemón pero va a en proporción a la propia mercancía que esa sociedad ofrece. Los profesionales de la política son vistos como un problema por la mayor parte de los españoles. Por su mediocridad. Pero no es precisamente abonada a la excelencia, a las matrículas de honor, a los doctorados en física nuclear o a la ética ejemplar a lo que podemos aparejar a esa sociedad que somos y que criticamos a los que de entre nosotros salen para administrar.

Y al final todo va a la tormenta perfecta. A la falta de liderazgos se une el desprestigio de quienes encargan instituciones que al meno sí lo tenían. El prestigio. O sea, que tampoco puede confiarse mucho en entres ejemplares como por ejemplo la Justicia si su máximo representante es un señor que pasa fines de semana enMarbella a costa del erario público y da como explicaciones tonterías oscurantistas. Y en ese plan.