U­­­n amigo que trabaja de comercial en una empresa de transportes me describe desde su iPad el paisaje que ve casi todos los días mientras desayuna: naves industriales vacías, hileras de camiones inmovilizados, prostitutas africanas que vagan en busca de clientes, asentamientos chabolistas en los solares vacíos, chatarreros cargados de cobre que van y vienen en sus furgonetas, yonquis aterrorizados por las bandas de matones que vigilan el polígono. Eso es lo que hay.

Por suerte, la empresa de este amigo todavía tiene encargos y clientes, pero las perspectivas no son buenas. Mi amigo me cuenta que el polígono en el que trabaja no tiene más de diez años. Surgió en la época del crecimiento desbocado, cuando se pagaban fortunas por las naves industriales que ahora están vacías. Los que se enriquecieron con esas naves han desaparecido de la circulación. Mi amigo cree que se han largado a Sudamérica, donde creen que el dinero está más seguro que aquí. Y mientras tanto, los que compraron las naves las están pasando canutas. Hay uno que incluso vende su nave por una tercera parte del dinero que pagó, aunque nadie la quiere. Si no la vende, ha jurado que se tirará por la ventana. Mi amigo me dice que está seguro de que algún día lo hará.

La crisis ha creado un paisaje nuevo. Ciudades fantasmas, edificios vacíos, carreteras a medio construir, paradas de autobús por las que no pasan coches, calles que se interrumpen de repente y se convierten en un terreno lleno de hierbajos, por donde asoman unas cuantas vigas de cimentación con los anclajes oxidados. Hay gente que vive en esas urbanizaciones que nunca se terminaron, sin electricidad, sin teléfono, o con conexiones ilegales y precarias que pueden saltar en cualquier momento, y sin ascensor, sin garaje, sin farolas, sin aceras, o con lo poco que se llegó a instalar de todas estas cosas.

Por la noche, los pocos vecinos que viven en esos edificios se reúnen a cenar juntos, para combatir la soledad y la sensación de vacío que se apodera de ellos, y tienen que iluminarse con linternas o con velas, y comen juntos mirando las escasas luces vacilantes que se ven en dos o tres ventanas del bloque de enfrente, y en el de la derecha y en el del fondo, allí donde se reúnen a cenar los escasos vecinos que también habitan esos edificios. Y prefieren no mirar en la dirección del gran hueco lleno de escombros donde les habían dicho que tendrían la piscina y las áreas de ocio y las pistas de pádel. Y mientras esos vecinos cenan, ladran los perros sin dueño que viven en los sótanos y en los solares vacíos y en los espacios sin edificar, y los chatarreros pasan con sus furgonetas llenas de cobre, buscando una nueva arqueta de electricidad o una nueva instalación que puedan desvalijar sin hacer demasiado ruido, y siguen creciendo los hierbajos en la calle a medio asfaltar que se quedó cortada antes de que pudiera llegar a ningún sitio.

Muchos de los habitantes de esas urbanizaciones fantasmales que nunca se terminaron son los dueños de sus pisos que tampoco se terminaron del todo. Y esos vecinos tienen que pagar la hipoteca al banco, otra hipoteca que tampoco se termina nunca, aunque el promotor inmobiliario desapareciera antes de terminar su obra –igual que desaparecieron los vendedores de las naves industriales donde trabaja mi amigo– y dejara sin terminar la mayoría de las cosas que había prometido hacer. Pero eso da igual, porque esos propietarios tienen que seguir pagando por su piso incompleto y su urbanización inacabada, y también por las docenas de servicios que no existen en realidad pero que sí existen en la realidad ficticia de la hipoteca. A ellos les habían prometido que tendrían un colegio por allí cerca, y la piscina y las pistas de pádel, y un jardín con zonas comunes y un pequeño parque infantil con columpios y toboganes, pero ninguna de esas cosas al final llegó a existir, así que los niños tienen que ir al colegio a veinte kilómetros de distancia, y los domingos pasean por el campo lleno de yerbajos, mirando el gran hueco relleno de escombros donde debería haber estado la piscina y las pistas de pádel, mientras los perros ladran en los solares vacíos y las furgonetas de los chatarreros recorren las calles inacabadas de la urbanización.