Centrémonos en los síntomas: dos amigos me anuncian por teléfono que emigran a los Estados Unidos. Son casos distintos pero ambos familias de clase media, con trabajos estables y niños pequeños. Al marcharse asumen riesgos porque, de entrada, van a ganar menos y seguramente sus hijos perderán un curso escolar mientras aprenden el idioma. Cuando les pregunto si están seguros de su decisión, me hablan de una nueva geografía de la inteligencia, donde lo crucial no es tanto la estabilidad laboral como las oportunidades de futuro. En lo que llevamos de año, se han repetido muchos casos similares y quien más quien menos conoce a alguien que ha optado por coger las maletas, sea a Heidelberg, Buenos Aires, Lima, Nueva York o Sidney. Los motivos son distintos, así como las circunstancias particulares. Los hay jóvenes, solteros, casados, con hijos y sin hijos, con trabajo o sin él. Todos, sin embargo, comparten un mismo desencanto, el sentimiento de que de algún modo se nos ha traicionado. La mayoría de los que se van forman parte de la elite intelectual que debería constituir el rostro más sólido y vanguardista de un país: científicos, médicos, abogados, arquitectos, ingenieros, economistas..., formados –muchos de ellos– en el extranjero con los mejores máster y doctorados, que hablan idiomas, leen y viajan y que, sencillamente, ya no pueden más. O desean algo mejor para sus hijos: un lugar en el que no se rechace con tanto encono el talento ni se pierda el tiempo en absurdas discusiones bizantinas. Si la fiebre denota una respuesta inmunológica en un cuerpo enfermo, el éxodo de las capas ilustradas de la sociedad apunta hacia una deslocalización del saber. Dentro de una década o dos, se podrá comprobar el profundo cambio en las coordenadas del bienestar, cuyos vértices pasarán por el valor añadido de un tejido empresarial innovador y de un potente sistema educativo. Frente a la lectura estrecha del neoliberalismo más extremo, el futuro siempre será comunitario. Quiero decir que la libertad, para desarrollarse, requiere de un humus social que construya y enriquezca el contenido de la experiencia humana. Ahí también juegan un papel las distintas tradiciones culturales, no todas del mismo valor. Lo novedoso, en cualquier caso, es comprobar que vamos hacia una profunda división de clase social, cuyo común denominador será la capacidad de atraer talento, esa nueva geografía de la inteligencia.

Mientras tanto, La Moncloa aplica en España la doctrina Rajoy, consistente en sobrellevar el pánico con un rictus impasible. Madrid tiende a exacerbar el Alfa y Omega de la Historia, con un atrezzo de zarzuela pretenciosa, de modo que cada dos por tres se vive una de esas contiendas trascendentales en las que se juega el futuro de la nación. Como buen hombre de provincias, Rajoy tiende a interpretar toda esa marabunta con un distanciamiento irónico y cortesano a la vez. También cabe pensar que, ante el acoso de los mercados, lo único que no puede permitirse un presidente es cometer errores. Profecías que se autoalimentan, burbujas del Apocalipsis, ritos ciclotímicos, intereses varios, el modelo Niño Becerra como carta astral del destino de un país. Lo último es el señuelo de la neopeseta, una economía desgajada de la Unión Europea, con el escapismo y el aislamiento como solución a nuestros problemas de endeudamiento y competitividad. Optar por esa tabula rasa de los compromisos históricos supondría aceptar el hundimiento de las esperanzas de prosperidad de los españoles, arrinconados colectivamente del contexto global. Frente a la hiperexcitación mediática, hay que recordar que al miedo no se le pueden conceder ni los buenos días, menos aún a la histeria o al populismo desaforado. Y a los que claman por el Apocalipsis, les recordaría que la cristiandad lleva dos mil años esperando. Y que podemos seguir esperando un tiempo.