En nuestro país, se vienen llevando a cabo en los últimos meses una serie de reformas cuyo fin no es otro que el de combatir la pérdida de competitividad acumulada de la economía. Se trata de un buen número de reformas estructurales que afectan, pero no deben limitarse, a los ámbitos financiero, presupuestario y laboral, y entre las que deben incluirse otras mejoras necesarias como las reformas de la administración pública, la sanidad, la educación, la energía, la justicia o la investigación.

Estos cambios se contextualizan en un entorno europeo de dura crisis, e incluyen las diversas reformas tributarias llevadas a cabo en los países de nuestro entorno. En concreto, España está también inmersa en el programa de reajuste fiscal a través de medidas como la Reforma del Impuesto sobre Sociedades y la introducción de un gravamen especial sobre la regularización de patrimonios no declarados, incluido en el Real Decreto-ley 12/2012, de 30 de marzo.

Una cuestión a tener muy en cuenta cuando hablamos de reformas, sea en el ámbito tributario o en cualquier otro, es que los resultados de estas iniciativas no se ven hasta el medio o largo plazo, por lo que deben adoptarse con brevedad medidas de estímulo fiscal que, desde el punto de vista de los empresarios, son imprescindibles para cumplir con el plan de reactivación de nuestra economía.

En primer lugar, las prioridades empresariales en materia fiscal giran en torno a la articulación de medidas que impulsen el

desarrollo de las actividades productivas, corrigiendo situaciones que merman la competitividad de algunos sectores empresariales, al tiempo que se progresa de manera equilibrada en todos los territorios y se armoniza con el resto de Europa el tratamiento fiscal dado a los beneficios empresariales, evitando situaciones que generen desigualdades excesivas en las cargas impositivas que soportan los ciudadanos y las empresas.

Es imprescindible que las empresas tengan un marco fiscal previsible que les otorgue seguridad jurídica, favoreciendo la inversión privada, a través de la reforma de la fiscalidad sobre las actividades económicas y el establecimiento de un régimen progresivo en las cotizaciones sociales, que al ser las más altas de nuestro entorno, son un auténtico «impuesto sobre el empleo». Esta reforma de la fiscalidad empresarial, en tercer lugar, debe buscar la armonización con Europa, donde el tipo medio del impuesto de sociedades se sitúa en torno al 23 por ciento (frente al 30 por ciento español, el quinto más alto de la UE), que nos permitiría ganar en competitividad y ser más atractivos para la inversión exterior.

Además de lo anterior, debe potenciarse el impulso de la armonización fiscal también entre las comunidades autónomas de nuestro país, con la finalidad de homogeneizar los tributos y cargas que gravan la actividad empresarial en cualquier punto de España, ya que sufrimos una preocupante asimetría fiscal entre territorios. Es necesario, por otra parte, que se creen mayores incentivos fiscales dirigidos al ahorro privado, en la medida en que éste se vincule con la inversión en actividades productivas y la creación de empleo.

Sugerimos impulsar iniciativas tan necesarias como el establecimiento, con carácter general para pymes y autónomos, del criterio de cobro efectivo, en lugar del criterio del devengo (facturación), a los efectos de la liquidación del IVA, junto con la supresión del impuesto de sucesiones y donaciones, del desafortunado impuesto sobre el patrimonio y la revisión a la baja de los valores catastrales. Sin olvidar la decidida lucha contra el fraude, la economía sumergida y la evasión fiscal. Recordemos que el Gobierno español ha aprobado recientemente el establecimiento de un «gravamen especial» del 10 por ciento para regularizar rentas no declaradas –tanto para las que procedan del exterior como para las que se generen en España–.

Este gravamen, que por su significado puede considerarse una amnistía fiscal, no deja de tener claroscuros, a pesar de que, finalmente, podría hacer aflorar 25.000 millones de euros que hoy se consideran fuera del flujo ordinario de capitales y por lo tanto no sujetos a fiscalidad. Me refiero al hablar de claroscuros a que España ha vivido ya dos «amnistías fiscales» con anterioridad a ésta, y sus resultados no han sido tan satisfactorios como cabría esperar, por no mencionar el descontento que estas medidas suscitan en los ciudadanos. Tanto como la economía doméstica irregular o sumergida, que representa en nuestro país la impresionante cifra del 23 al 25 por ciento del PIB.

Dada la asfixia fiscal que padecen empresas y familias en estos duros momentos de crisis, de ponerse en marcha las iniciativas enumeradas, serían peldaños que nos ayudarían a subir la empinada escalera de la recuperación.