Una de las previsibles consecuencias de esta crisis, si seguimos bajo «vigilancia externa», puede ser la implantación de una cierta racionalidad administrativa y un mejor control del gasto público. Y es que, en buena medida, un factor de desarrollo de los países serios consiste en el uso más eficiente de los recursos comunes (traducido en un gastar mejor y, no siempre, menos).

Durante los últimos 30 años (a caballo de dos burbujas inmobiliarias que nos hicieron creer que éramos ricos, sin serlo), no ha habido nada semejante en España. Así, la dictadura desembocó en múltiples niveles administrativos (solo en Cataluña, hay: administración central, gobierno autonómico, diputaciones, consejos comarcales y municipios), que la crisis ha vuelto insostenibles.

Más grave aún ha sido el uso de los recursos en los presupuestos públicos. Entre la ciudadanía, caló el argumento de las «embajadas y TV autonómicas» como ejemplo de despilfarro pasado. Pero: ¿qué decir de las autopistas creadas bajo el boom inmobiliario (como las radiales de Madrid), que el Gobierno salva con ayudas? ¿O de líneas estratégicas de AVE (como la Madrid-Valladolid o la Madrid-Albacete), auténticos nudos de desarrollo «a imitar en el extranjero»? ¿O de aeropuertos con «gran tráfico de pasajeros», como los de Castellón, Ciudad Real o Huesca?

El problema es que nuestros dirigentes no cejan en sus delirios de grandeza (¿se pueden construir dos corredores ferroviarios, el central y el Mediterráneo, cuando Europa apuesta por el segundo, al concentrarse allí el 50% de las exportaciones?) y explica por qué, tanto PP como PSOE, se resisten a la entrada de los «hombres de negro» en España. Quizá entonces se frenara un gasto basado en redes clientelares, que tiene en cuenta el bienestar de los que mandan, pero no el interés general del conjunto.