Uno de los grandes males de nuestra sociedad es el avance del relativismo en cuestiones de conciencia. El relativismo moral o ético suele rebajar el nivel de exigencia, y cuando se plantea alguna cuestión que afecta a la conciencia, tiende a encontrar una explicación rápida que alivia o dulcifica esa presión, como paso previo a justificar una mala actuación.

La religión o la ideología a la carta es hija del relativismo. Se coge sólo lo que interesa, que normalmente es lo más cómodo, y se mofa de lo que incomoda. A partir de ese planteamiento vital sobran los principios y valores que empujan hacia el esfuerzo y la generosidad, y predominan aquellos comportamientos que no lo precisan.

Por desgracia, en las sociedades en las que hay mayor prosperidad material existe una elevada tendencia a relativizar en cuestiones morales, a ser menos espirituales y a pensar que la felicidad está en tener más cosas, lo que denota un alto grado de inmadurez. La vieja Europa ha sido un claro ejemplo de ello, y la consecuencia es que abundan ciudadanos y gobernantes egoístas e individualistas, cuya máxima es obtener el máximo resultado con el mínimo esfuerzo desde una visión particular, no de conjunto.

La crisis puede servirnos para rearmarnos de valores y entender que la felicidad no está en los bienes materiales, y para animarnos a apoyarnos en principios y conceptos como el esfuerzo y la generosidad. Es el momento de que hagamos autocrítica de las cosas que se han hecho mal, revaloremos nuestra situación y, a partir de ahí, asumamos que debemos contribuir a mejorar la sociedad.

Todo no es relativo, hay cuestiones esenciales que no son variables según nos interese. Desde siempre ha existido el bien y el mal, y hay que saber identificarlos para ponerlos cada uno en su sitio, y no mezclarlos. Hay que acabar con este tipo de relativismo y esforzarse para tener criterios claros y rigurosos desde la esencia, sin visiones radicales.