Desde pasado mañana y hasta el 17 de septiembre el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid, hermano mayo del nuestro de Málaga, acogerá la mayor exposición ofrecida hasta la fecha en Europa de Edward Hopper (1882-1967), quizás el pintor que mejor ha sabido entender la gran soledad del llamado sueño americano. Un sueño cuyos componentes ideales (lo sublime en el campo estético, el hombre-hecho-a-sí-mismo en el sociológico, el dominio del mundo en el político y en el económico) son desmentidos por el día a día de una nación que, como todas, acumula muchos más fracasados que personas exitosas.

Porque los protagonistas de los cuadros de Hopper (el expendedor de gasolina, la mujer que bebe sola en un bar nocturno o la que lee en ropa interior un papel en la habitación de un hotel barato o la que se apoya en el quicio de una puerta observando un camino por el que parece difícil que alguna vez pase nadie, las muchas parejas que nunca se miran a la cara, los viajeros de un tren que han olvidado a dónde se dirige) son esos fracasados sorprendidos en el instante de toma de conciencia de su condición. Fracasados que se interrogan sin dramatismos, pero también sin resignación, sobre las razones de su fracaso quizás para seguir siéndolo de otra manera: fracasados ya no por no haber sabido estar a la altura del grandilocuente destino de un país que se cree el centro de la Historia del siglo XX, sino porque denuncian a su manera, llevando una vida al margen de esas pretensiones, una absurda y mesiánica soberbia colectiva en la que no creen y de la que no quieren ser cómplices. Fracasados que reclaman la luz tamizada del anonimato frente a los fuegos artificiales de esos superhéroes de cartón-piedra en los que se ha especializado Norteamérica.

Edward Hopper ha fascinado a cineastas como Alfred Hitchcock o Wim Wenders, a decenas de artistas contemporáneos y a muchos novelistas y poetas, que han visto en él un maestro de los paisajes interiores que se traducen en paisajes exteriores, un tránsito que debe realizar cualquier creador para serlo de verdad. Por mi parte, y antes de acudir a ver esta exposición, un hito que nadie debería perderse, releeré varios libros claves sobre este pintor excepcional: Hopper, de Mark Strand (Lumen), pequeños poemas en prosa que indagan en la extrañeza de lo cotidiano de las pinturas más significativas de este autor; Final de verano, de Philippe Besson (Alianza), una novela que imagina la vida de la mujer de rojo acodada en la barra de un bar y en su relación con los otros personajes del cuadro Aves nocturnas; Las historias secretas que Hopper pintó, de Erika Bornay (Icaria), cuentos que, como la anterior novela, indagan en la vida secreta de algunas de las personas de los cuadros de Hopper; y Hopper, de Laurence Debecloue-Michel (Debate), quizás el mejor ensayo publicado sobre él entre nosotros. También volveré sobre artículos inolvidables de Antonio Muñoz Molina o de Cees Nooteboom y sobre poemas, entre otros y por ceñirnos a nuestra lengua, de Francisca Aguirre, Manuel Rico, Martín López-Vega, Jordi Coca o Josefa Parra.

Edward Hopper es un pintor fascinante que supo encontrar su estilo al margen de las modas artísticas imperantes en su época, casi todas las cuales pasaban por las distintas vanguardias. Y, sin embargo, sus cuadros son más jóvenes, futuros y vanguardistas porque cada día que pasa el mundo y nosotros mismos nos parecemos más a ellos.