El fuego no ha terminado con los libros. Tampoco los dirigentes del sistema, que tienen entre sus premisas prohibir la lectura porque tiene efectos nocivos sobre las personas, han conseguido convertir en cenizas este viejo hábito. Los lectores no tenemos que huir si vemos cerca al bombero Montag ni recluirnos en un bosque clandestino para memorizar las páginas que Granger nos indique salvar.

Este poético sueño narrativo de Bradbury, uno de los grandes maestros de la ciencia ficción contemporánea que convirtió a los amantes de la lectura en libros humanos y clandestinos enfrentados a las amenazas de un mundo uniformado, no se ha cumplido. Y eso que en sus novelas y relatos no se equivocó al introducir las televisiones de pantallas planas, los auriculares con micrófono telefónico, el muro digital y los circuitos cerradas de video vigilancia. Pero en el tema del libro, las amenazas son otras.

Una proviene de la revolución tecnológica que ha transformado el papel en un pantalla sin fondo. Al individuo contemporáneo le gusta la cantidad y llevar en un artefacto de escaso peso mil títulos comienza a parecerse al síndrome Diógenes. La mayoría de los defensores de los nuevos soportes dicen lo mismo: «Puedo llevar encima todos los libros que quiera». Otra cosa es que lean todos los títulos que almacenan. Estoy seguro de que la mayoría de estos nuevos lectores harán como los jóvenes con la música: descargar y cargar según los dictados de la moda o del mercado. Y he aquí otra amenaza mayor: el mercado. La palabra del siglo XXI. Un mercado que ha puesto de manifiesto en la Feria del Libro de Madrid la preferencia del español medio o de la mujer media, que al fin y al cabo es la que siempre ha leído todo. La magia, la vida, al hombre, el mundo, los libros. Resulta desolador contemplar las largas colas para adquirir las dedicatorias de Ana García Obregón y de Mariló Montero, autoras de una autobiografía rosa y de unas recetas de cocina. Las dos, rodeadas de televisiones y de unos lectores a los que miraban de reojo los escritores que se dedican a la literatura que va camino de convertirse en un subgénero. Los best sellers y las historias comerciales dominan el gusto de los lectores que quieren evadirse sin tener que pelearse con metáforas, con el lenguaje, con narraciones que hagan pensar. La Literatura, con mayúsculas y buena, se queda para las minorías.

Si estas amenazas son menos dañinas que la temperatura del fuego que desintegra el papel, existen otras que son más dañinas. La crisis económica que hace peligrar la supervivencia de las editoriales y la existencia de las Ferias del Libro, como ha sucedido en Málaga, donde a punto ha estado de no celebrarse un evento necesario para la ciudad. Los argumentos no son si el Paseo del Parque, la plaza de la Merced, la calle Larios o el Puerto, deben pujar por convertirse en el espacio idóneo. Tampoco es cuestión de fechas ni de traer a más o menos autores conocidos. No olvidemos que algunos vienen y no son avalados por un público numeroso. Igual que su presencia en El Retiro de Madrid no les concede firmar más de una decena de libros de media.

El problema es el erróneo sistema de ayudas a pequeñas editoriales y librerías para compensar los elevados gastos de la feria, la escasez de dinero de las instituciones para apoyar esta cita anual y la falta de una gestión enriquecida por nuevas ideas que conviertan la Feria del Libro en un evento respaldado por el público. Habría que añadir también la invisibilidad de la universidad a la hora de estimular la presencia de estudiantes de Literatura en presentaciones de libros o en la misma Feria. Estas amenazas no son nuevas. Se conocen hace demasiado tiempo, pero por alguna extraña razón no generan ningún debate serio del que salga un nuevo modelo de Feria y a su vez un reconocimiento de la importancia, de la necesidad de la lectura, del conocimiento de la buena literatura.

Especialmente en una época donde otros fuegos ponen en peligro la mirada y el enjuiciamiento del individuo contemporáneo, la supervivencia del intelecto, la libertad y el espíritu crítico, a punto de recluirse en el bosque de la resistencia que hará frente a una sutil y quirúrgica guerra que nos quiere desarmados, cautivos y enganchados al soma de la idiotez cuya dosis nos administran a diario.

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