Cuando España era una menudencia cuasi africana, gris y pobretona, portadora de la ruina de un genocidio fratricida y heredera de un imperio malgastado, nuestros más prestigiosos modistos se largaban a dar glamour a la elegante Francia como si fueran creadores franceses y nuestros bravos soldados entraban victoriosos en la París liberada como si fueran patriotas galos. Era el papel asignado a nuestros héroes nacionales, glorificados en altares extraños. Y venía de lejos. A lo largo de siglos de empobrecimiento nacional, artistas, literatos, deportistas, científicos, hasta papas (todos ellos españoles esplendorosos) no han dejado de enaltecer, pública o anónimamente, la gloria de otros países de aquende o de allende los mares. Y ni una sola gota de tanto mérito fue aprovechada por la madrastra patria.

Pero en esto llegó la democracia y nuestro remozado país se puso manos a la obra. Dimos lustre a la marca, la registramos en Europa y en todo el mundo y, a partir de ahí, el nombre España dejó de ser pronunciado en vano. Por méritos propios, un país de envidiosos empezó a ser envidiado. Fuera complejos, quién lo diría. Se desparramó por el orbe el talento español tanto tiempo escondido. Barcelona 92 fue la rampa de lanzamiento de un país moderno que emergía en Europa dispuesto a reivindicar méritos colectivos e individuales. España se constituía en una marca de prestigio y los records de vértigo se sucedieron desde entonces.

No sólo la imagen política de una España europeísta, no sólo su espectacular avance social y económico eran el emblema de una marca en expansión. También lo eran los éxitos deportivos internacionales. En todos los deportes de masas ha ido sobresaliendo el nombre de la marca España. En Fórmula 1, Fernando Alonso subiendo al pódium mundial. En tenis, repitiendo proezas Rafa Nadal, que, de paso, irrita en el Roland Garros a algunos franchutes que tampoco aceptan que Contador les arrebatara el Tour. En las motos, Lorenzo and company. Exportamos jugadores excepcionales al país que inventó el fútbol. Mandamos a grandes baloncestistas a la NBA. Y, encima, ganamos la Eurocopa de fútbol hace cuatro años y el Mundial hace dos, todo ello impartiendo lecciones prácticas de humildad, de belleza plástica y de ética y estética. Nombres de héroes del balón –Casillas, Xavi, Puyol y restantes seleccionados– son admirados universalmente para nuestra gran satisfacción. Los españoles ya no teníamos que entrar en los aeropuertos del Reino Unido por la puerta de «otros países». Conquistamos el status de europeos de primera fila.

Pero en eso llegó la crisis. Y la marca España empezó a desplomarse. Unos cuantos mangantes de cuello blanco, que pueblan Wall Street, ya saben: los directivos de Lehman Brothers, iniciaron la debacle, reventando su propio y salvaje sistema, esparciendo la ruina por Europa y salvándose ellos mismos de la hecatombe. Un pretexto para subvertir el estado del bienestar y hacer renacer el estado de los pudientes.

Alemania, quiero decir Merkel, dijo aquí estoy yo y nos marcó el paso. ¡Todo el mundo quieto! Se resquebrajó el espíritu de superación de los españoles, que, súbitamente, éramos de nuevo regidos por un emperador –emperatriz en este caso– de origen alemán. Los gobiernos elegidos por el pueblo pasaron a ser una especie de peleles de los intereses germanos. Ellos, a engordar su economía vendiéndonos Mercedes, Audi, BMW, Volkswagen y Opel; nosotros, adelgazando hasta la escualidez a base de recortes.

Hoy, la creciente cifra millonaria del paro, el desconsuelo de la clase media y de la clase baja, la amenaza diaria de apocalipsis, las huelgas de mineros son signos de un tiempo peor. Las encuestas oficiales dicen que los jueces son la institución menos apreciada, los insaciables dueños del dinero –Bankia– se carcajean de nosotros, los gobernantes improvisan decisiones y se rectifican unos a otros, en consecuencia de lo cual la proyección exterior de la marca España vuelve a arrastrarse como en los viejos tiempos.

De Pirineos para arriba ya no somos lo que hemos sido. Europa no se fía. Desde que empezó a arreciar la crisis, en 2008, sólo una lucecita, La Roja, fue capaz de iluminar e ilusionar a una inmensa mayoría de españoles. La Eurocopa y el Mundial nos elevó el ánimo y la autoestima, pero recuperar otra vez en Europa y en el mundo tanto prestigio, tan buena imagen, tan apreciada marca, va a costarnos dios y ayuda. Creo que ya no será suficiente con un gol de Iniesta. Al menos, necesitaremos dos.

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