Conviene leer las noticias sobre los grandes acontecimientos del Cosmos, que sitúan al hombre en la insignificante dimensión que nos atañe, apenas una mota de polvo extraviada en el Universo. La historia de la humanidad es una peripecia aldeana que sucede en un pequeño planeta de una galaxia no especialmente significativa, una más entre los centenares de miles de millones de constelaciones que pueblan el Universo.

Somos un azar que nace del azar, y con el azar avanzamos. Siempre me pareció rarísimo que Dios eligiera un planeta tan insignificante para reencarnarse en su único vástago, que se sepa. Igual se trató de una demostración evangélica de humildad, o fue simplemente un despiste. Y si Dios no creó el Universo, al menos fue uno de sus adictos, el cura Georges Lemaitre, el supremo hacedor de la teoría del big bang, con lo cual todo acabó quedando en casa.

Contemplada desde la apabullante vastedad del cosmos, la historia de los humanos, que antes fueron peces y después simios, tiene su punto disparatado y grotesco. Unos seres rellenos de combinaciones químicas mayormente incontrolables , condenados a la muerte desde el momento de su alumbramiento, y que encima acortan su vida matándose los unos a los otros por un pedazo de mapa o por alguna siniestra obsesión. Ser muy consciente de que tanta pasión desbordada podría verse súbitamente obstruida por un asteroide, como ya sucedió hace más de sesenta millones de años, podría quizás enfriar los ánimos. Según dijo la NASA hace un par de semanas, hay unos 4.700 pedruscos potencialmente peligrosos para la Tierra dando vueltas por los cielos. Y nosotros, aquí abajo, preocupadísimos por el humor de la señora Merkel.

Dentro de cuatro mil millones de años, una bagatela en los anales del infinito, la galaxia Andrómeda acabará colisionando con la Vía Láctea, por donde da vueltas nuestro vapuleado planeta. Según los entendidos, no es probable que la Tierra corra peligro en este cataclísmico suceso.

Pero en el caso de salir bien parados de Andrómeda, está cantado que el Sol se extinguirá mil millones de años después, aunque para entonces el mundo , tal y como lo conoció la especie salvaje, y a veces sublime, a la cual pertenecemos, haya dejado de existir. Stephen Hawking ha dicho que en un par de siglos deberíamos de pensar en mudarnos a nuevos planetas que podamos comenzar, se supone, a devastar de nuevo, porque en la Tierra no quedará ya nada para destruir. Todas estas certezas deberían aportar a la tribu de los humanos unos gramos de sensatez. Tanto ruido como armamos para acabar pulverizados entre galaxias y agujeros negros.

La física del Universo bien enseñada, y bien aprendida, podría generar actitudes algo más relajadas, y disminuir el nivel de codicia y ansiedad de la especie. La apelación generosa al bien y a la bondad por si mismas casa mal con la naturaleza humana, que al fin y cabo desciende de un mamífero peludo y combativo, tampoco hay que pedirle peras al olmo. Pero concienciar al personal desde la infancia acerca de la insignificancia de nuestras vidas , en medio de los pavorosos acontecimientos del Cosmos, podría conferir a la práctica del mal un toque como de esfuerzo absurdo y baldío. En lugar de tantas materias inútiles, el ministro Wert se apuntaría un tanto, y bien que lo necesita, anunciando la nueva asignatura de la Educación para la Extinción.

Nos aplastamos los unos a los otros mientras el Planeta avanza hacia una agonía irreversible, como suelen serlo casi todas. Pero ya no se habla del calentamiento, será que no vende como antes, a pesar de las tremendas evidencias. Andamos muy entretenidos con nuestros embrollos de necios terrícolas, sin pararnos a pensar que nuestras breves historias están a merced de fuerzas superiores y, sobre todo, de la abismal indiferencia de la naturaleza. Mientras, los más poderosos pugnan por convertirse un día en los muertos mas ricos del cementerio. Qué deplorable record, si ni todas las fortunas del orbe juntas podrían detener un solo metro el avance de Andrómeda.

Ni Shakespeare ni la Gioconda se libraran un día de la extinción, que sera el gran evento de la naturaleza, café para todos, por fin. El sentimiento de la finitud es la base de nuestra cultura y el origen de las grandes creaciones del hombre, que invento las artes para trascenderse el mismo y zafarse, inútilmente, del cantado final, igual que otros encuentran sentido a su vida jorobando al prójimo, o acumulando riquezas para intentar convertirse en el muerto mas rico del cementerio. Es el único consuelo que nos queda, tener la certeza de que también los seres nefastos que se cruzaron por nuestras vidas van a acabar igual. No creo que haga falta que Andromeda se meta en nuestro mundo, ni que el Sol se quede sin helio y sin hidrogeno para dejar de alumbrar, para acabar con el nos bastamos muy bien nosotros solos.