España ha sido finalmente rescatada. Supongo que era inevitable desde que Bankia estalló en pedazos y la escasa fiabilidad que aún ofrecía nuestra nación quedó pulverizada. Este era el país que gozaba del sistema financiero más sólido del mundo y que negaba la existencia de una burbuja inmobiliaria. Este era el país – ¿recuerdan? – inmune a las crisis, mientras reivindicaba un lugar en la Champions League de los poderosos. Esta era, en definitiva, el país que esperaba un cambio de gobierno como el bálsamo mágico capaz de sanar todas las heridas acumuladas a lo largo de los últimos lustros. Tal ha sido la ristra de necedades, de errores, de abusos y de exhibiciones de altanería ensartada por la clase política que la necesidad de un rescate no puede sorprendernos. Todavía hoy algunos de nuestros dirigentes continúan negando la realidad, como si de facto no hubiésemos sido intervenidos ni se nos fueran a exigir ajustes adicionales. Es triste comprobar de qué modo la historia se repite y las sociedades no aprenden de su pasado. La falta de prestigio en que ha caído la marca España, la dudosa habilidad diplomática, el provincianismo de un debate político incapaz de analizar correctamente la gravedad de la situación, el tiempo gastado –un gobierno tras otro– sin acometer las reformas, como un síndrome Lampedusa que obstruyese cualquier cambio en el statu quo de los privilegiados; todo eso, claro está, se sostiene hasta que revienta. Llegados al punto de no retorno, el proceso de degradación ha sido rápido: de alumno aplicado a repetidor de curso, hemos perdido la credibilidad internacional y, si no conseguimos recuperarla pronto, las consecuencias serán indudablemente más graves.

En el fondo, con el rescate al sistema financiero español, el Gobierno logra un importantísimo balón de oxígeno para profundizar en las reformas que nuestra economía necesita. Los males que nos aquejan actúan a distintos niveles. El más urgente era la falta de crédito que, como un coágulo, amenazaba con infartar el conjunto de la economía. En este sentido, el préstamo europeo al FROB es una buena noticia que debería actuar como un anticoagulante que acelerase la afluencia de liquidez y moderase la prima de riesgo. El informe del FMI constata la situación de una banca enferma pero en gran medida solvente, que abre un horizonte de esperanza. Sin embargo, la recuperación pasa forzosamente por el diseño inmediato de una política inteligente de reformas y de comunicación, que libere los pesados corsés que nos atenazan y ofrezca seguridad a los inversores internacionales. No será un trabajo fácil, porque el tiempo juega en nuestra contra y además resulta difícil que la sociedad acepte de buen grado los nuevos ajustes fiscales y la pérdida de derechos. En este contexto, sería inteligente plantear un gobierno de concentración nacional (PP-PSOE-CIU-PNV), o al menos de amplio apoyo, que frenase los riesgos de estampida populista y consolidara una ventana reformista de gran calado. Dicho en otras palabras: el rescate a la banca pone el contador a cero y nos permite volver a iniciar la senda del progreso, si disponemos de la valentía y la madurez suficientes para ello. Porque también cabe hacer la lectura opuesta y pensar que, en contra de lo que afirma el conductismo, el hombre no aprende de sus errores ni los países tienen remedio.

Con el rescate del pasado sábado, se certifica el fracaso de un modo de hacer política y de entender España. Ahora nos corresponde discernir la realidad y actuar con sensatez. A un lado de la balanza, el camino de la modernización que también es el de la prosperidad. Al otro, el bucle entrópico que nos condena a una pobreza secular. A pesar de las últimas evidencias, siempre he creído en el instinto moderado y razonable de las sociedades abiertas. Y sigo haciéndolo.