La primera vez que me percaté de las ganas de comerme una cebolla apenas reparé en la situación, entendí que se trataba de uno de esos motivos que a veces se cuelan en el zumbido del pensamiento quién sabe si precipitados por el azar o por una asociación malhumorada e imperfecta. Después las ganas regresaron, una y otra vez, hasta que no tuve más remedio que condescender con una especie de regularidad de movimiento; no es que acepte que tenga que comerme una cebolla, pero sí que me apetece y que quizá también debería hacerlo. Además, todas las tardes, en mi escritorio de trabajo, en silencio; sacar y mondar una cebolla y después comérmela. Sentir su amargura chillona removiendo como una cuchara el torrente de la saliva y de los ojos y que eso se parezca cada vez más a una liturgia en un país de litúrgicos; piénsenlo, mientras desciende la cretona del Corpus, uno se come su cebolla en su escritorio, suena triste,pero también casi terapéutico. Es lo más parecido a un ejercicio zen involuntario que he visto nunca en los alrededores de mi mesa. La otra noche soñé incluso que picaba una cebolla para poder llorar en sueños. Toda una picardía freudiana. He escrito un poema sobre eso.

Las circunstancias siempre recuerdan a Pessoa (el poeta es un fingidor / finge tan completamente/ que hasta finge que es dolor / el dolor que en verdad siente). Toda la vida entre el fingimiento y el no poder. Así suceden los ritos y encuentran su lugar en la tierra. El ridículo mariano de siempre. El presidente en el fútbol y la ministra de Trabajo pidiéndole a la virgen un capote para coserle las polainas al sistema. Un país sonrojante. De decorados y chucherías. Con cenas pantagrúelicas y opusinas, con el momento más sórdido de las finanzas locales telegrafiado con alegría a la hora del vermú. España necesita que la rescaten, necesitamos que nos rescaten, pero más bien uno a uno, fieles a nuestra naturaleza de princesas fofas y acorraladas, rescatarnos por tierra, por mar, a lomos de una nueva brújula, de un unicornio. Por eso probablemente haya que seguir con las cebollas. Comer con dolor y austeridad, escociendo las vísceras y los ojos, ese es el cuerpo doctrinal. Meriendas patrocinadas por nuestros prebostes para que disfrutemos del tenis; llagados, resignados y eufóricos. Leo en los cuentos de Juan José Saer: «Para escribir buena literatura no hace falta tener talento, sino solamente un poco de mala suerte». Pero también, en tono jocoso: «El trabajo distrae de la búsqueda de conocimiento». Estamos, sin duda, en una línea. No necesariamente buena, pero una línea al fin y al cabo. Diluvian los recortes y uno piensa en comerse una cebolla. La calma chicha, la calma pinturera. El Correa sale de la cárcel. Hecho un figurín. Como si saliera de un yate. Hay gente que por más que se ponga firme siempre está saliendo de un yate. Con las piernas tornasoladas, viviendo en plenitud la máxima de la frugalidad. Un corte seco en la cebolla. Y luego llorar en sueños. Elefantes en lugar de escarabajos.