A finales del siglo 1 a.C., Quintus Caecilius Epirota, profesor de griego e incisivo liberto del acaudalado hombre de letras Titus Pomponius Atticus, decidió un día romper con las reglas que regían en sus clases. En vez de utilizar el griego, el idioma ungido por los dioses, se dirigió a sus alumnos hablando en latín sobre la obra de dos grandes romanos: Cicerón y Virgilio. A partir de ese momento el triunfo del latín, del que venimos, sería imparable. Esas cosas suelen ocurrir. Los idiomas, esa mágica creación del genio humano, nunca son estáticos. Y que varias lenguas puedan coexistir dentro de un mismo ámbito cultural, sobre todo en sociedades muy evolucionadas, no es un hecho extraordinario.

Por todo eso, me sorprendieron la semana pasada las palabras de un influyente columnista en una tertulia radiofónica de muy amplia audiencia en nuestro país. Estaban comentando los tertulianos el currículo de don Luis María Linde, el flamante gobernador del Banco de España. Cuando uno de los participantes mencionó como algo positivo los conocimientos de idiomas que poseía el nuevo gobernador, al eminente columnista aquello le hizo gracia. Como si se tratara de un barman, según las palabras del famoso columnista. Lo inquietante es que los otros tertulianos dieron la impresión de alinearse disciplinadamente detrás de esta opinión del columnista estrella.

Me sorprendió esa opinión, que no cuadra con la realidad actual. En ésta el saber hablar, escribir y leer en varios idiomas es algo cada vez más habitual, sobre todo más allá de nuestras fronteras. En cambio lo anormal en los países más prósperos y avanzados de nuestro entorno es hablar y leer solamente en el propio idioma.

Es evidente que fueron algo desafortunadas aquellas palabras de irónica desaprobación, expresadas en un espacio radiofónico de máxima audiencia. Es bien sabido que España arrastra desde hace mucho tiempo el lastre de ser uno de los países firmemente instalados en la cola en lo referente al porcentaje de ciudadanos que conocen otros idiomas. No olvidemos que nuestra berroqueña insularidad no deja de ser un curioso fenómeno sociológico en un mundo sin fronteras. También son bien conocidos los efectos del fracaso endémico de nuestro sistema de educación. Que muchas veces termina inoculando en nuestros estudiantes una fobia contra el aprendizaje de otras lenguas. Preocupante esto, porque estamos limitando para muchos jóvenes españoles las posibilidades de encontrar un buen empleo, dentro o fuera de España, ya que no podrán competir con ciudadanos de otros países, que les aventajan en conocimientos de idiomas.

Tampoco puedo dejar de lamentar la alusión a los barman. No olvidemos que estos profesionales, como tantos otros, son fundamentales en la industria turística de cualquier país, donde por supuesto se les exige que puedan comunicarse razonablemente bien en otros idiomas. Lo que, por cierto, no se espera de los jerarcas políticos e institucionales que nos gobiernan. España es uno de los principales destinos turísticos del mundo. Uno de sus principales activos son sus excelentes profesionales. Entre ellos están los que hicieron posible el verdadero milagro español, que fue nada más y nada menos el convertir a nuestro país, a partir de cero, en una gran potencia turística. En estos tiempos convulsos, esa industria turística, no siempre comprendida ni valorada y muchas veces maltratada, vuelve a ser uno de los pocos destellos de luz que tenemos en un paisaje bastante sombrío.