Algunas personas deciden de pronto que hay que vivir bien porque descubren que no es que solo se vive una vez, sino que solo se viven dos días. Cambian sus hábitos, rompen su moral, plantan cara a los convencionalismos y tiran por la calle de en medio en busca de unas cuantas dosis de felicidad, consistente para ellas y ellos en ganar mucha pasta. Algunos averiguan muy pronto la tragedia de la brevedad vital y se lanzan inconscientemente a la piscina de los millones sin percatarse de la escasa profundidad de las aguas. Otros mandan al carajo las leyes creyendo que su status aristocrático les sitúa por encima del bien y del mal, razón por la cual se forran con descaro y alevosía. Este tipo de personas no suelen ser muy leídas, de lo contrario sabrían las palabras que Calderón pone en boca de don Pedro Crespo, el famoso alcalde de Zalamea, quien asegura que: «Al Rey, la hacienda y la vida se le han de dar, pero el honor es patrimonio del alma y el alma sólo es de Dios». Ni al Rey, que se sepa, le han dado un duro de lo supuestamente apropiado ni tampoco es que hayan pensado demasiado los supuestos apropiadores en cuestiones tan baladíes como el honor.

Todos conocemos a personajes así. O parecidos. Los métodos suelen ser distintos pero el objetivo en todos los casos es el mismo. Genios (sinvergüenzas, quiero decir) de la especulación, gangsters mofletudos (que existen, más acá del celuloide), banqueros atildados y engominados que se creyeron Superman, políticos nada fanáticos de la honradez, gente, en fin, esclavizada por la necesidad imperiosa de amasar fortuna€ Y a vivir que son dos días. Pero como la viña del Señor es tan amplia, diversa y variopinta, también proliferan en este fragmento del fresco social –nunca mejor empleada la palabra fresco– algunos pobres hombres, a quienes siempre hemos llamado pícaros.

Así es que, exceptuando a césares, reyes, obispos, sátrapas, dictadores, financieros, que, a lo largo de los siglos, han vivido como dioses, importándole un bledo las miserias, las plagas, la esclavitud de la plebe; exceptuando también a privilegiados deportistas y artistas de élite y, tal vez, a los contados pícaros que consiguieron una vida mejor de la que tenían, la verdad es que, a la inmensa mayoría de la raza humana, nos ha sido vedado el derecho a vivir en paz, justicia y progreso, como deberían vivir todos los seres humanos sin distingos de razas ni credos.

De hecho, para una vez que, en esta pequeña parte del mundo, hemos probado el néctar de una mínima justicia social (sanidad, educación, derechos y libertades para todos), nos están dando reglazos en las manos, nos quitan el empleo, nos suben los impuestos y nos echan las culpas de que ellos tengan que rebajar su nivel de lujo porque nosotros, no ellos sino nosotros, pobres irresponsables, «hemos vivido por encima de nuestras posibilidades». Pisos con hipoteca, vacaciones en Marina D´or, viaje fugaz a Nueva York, luna de miel en República Dominicana, niños en la guardería... Una barbaridad, vamos. Un abuso. Sólo unos pocos años, pero un pasote. Los ciudadanos cometimos un pecado de lesa economía organizando y desarrollando un sistema perverso capaz de subvertir la máxima clásica de esquilmar a los mindundis para socorrer a los potentados.

Y lo tenemos que pagar hasta la derrota siempre, aunque no suponíamos que iban a llegar hasta el castigo inmisericorde con que nos flagelan desde Berlín y Bruselas (Madrid nada tiene que ver en esto) con tanto recorte, ajuste y miedo en el cuerpo a los españoles. Acabarán con la clase media y la convertirán en la clase baja, la de toda la vida. Conocí a un pícaro sevillano que vivió un tiempo por encima de sus posibilidades. Era un falso duque de Montpensier. Conchabado con los curas párrocos, cobraba por asistir a bodas, bautizos y comuniones. Fue capaz de engañar a varias redacciones de periódicos, entre ellas la que yo dirigía por entonces. Se daba el pisto fotografiándose ostentosamente con padres y padrinos en iglesias y banquetes. Fue para nosotros, confiados periodistas, un sencillo duque, ocurrente, democrático y zalamarero€ Hasta que descubrimos el fantoche que asomaba en su pétreo rostro y en su estrambótico aspecto. Se pasó de la raya, nos ridiculizó y lo vestimos de limpio. Es una de las divertidas historias, contada ya a medias en uno de mis libros anteriores, que entresaco del disco blando de mi cabeza dura en la recreación que estoy terminando de la historia del diario Sol de España, que espero vea la luz antes de que finalice 2012. Constato que hoy ya nadie podría falsificar a un duque, porque ellos mismos se han encargado de falsificarse.