No voy a decir que cuando éramos pequeños el mundo no se acabara nunca. Se acaba de vez en cuando, pero tenía la decencia de durar de lunes a domingo. Ahora hay semanas en las que se acaba siete veces, una por día. Y no crean que se acaba a las ocho de la tarde, cuando uno ya ha hecho una jornada laboral y puede sentarse, como Rajoy, a ver el fútbol. Hay días en los que el apocalipsis llega a las ocho de la mañana, no le da a uno tiempo ni de afeitarse, ni de despedir a los hijos, de camino al cole, o quizá al tanatorio, no sé. El caso es que a las nueve estamos todos de cuerpo presente y a las diez amortajados. Pero si usted y yo somos difuntos desde el lunes, Rajoy está incinerado desde el domingo. ¿Qué digo Rajoy? Todo el Gobierno. Que le hagan la autopsia, para averiguar si hemos muerto de la prima de riesgo o de la calificación de las agencias. Las palabras se mueren también. No nos perdamos en debates nominalistas, dicen los ministros extintos. Que cada uno llame a las cosas como quiera. ¿Usted prefiere llamar préstamo blando al rescate duro? Pues le llama préstamo blando. ¿Prefiere llamar a la mesa caballo y al caballo mesa? Pues lo mismo. En unas casas se dirá:

–Niño, pon el caballo, que vamos a comer.

Y en otras:

–Niño, ensilla la mesa, que vamos a saltar obstáculos.

Somos una democracia asentada y todo eso, es decir, una democracia muerta también, al menos en horas de oficina. Estamos muertos de nueve a una y de cuatro a siete. Durante las horas restantes contribuimos al enterramiento de la lógica, que también ha fenecido. Así, mi vecino, en lugar de perder el mando a distancia de la tele, pierde la tele. Lleva dos días con el mando en la mano, buscando el aparato. Casi mejor que no lo encuentre, porque los telediarios parecen revólveres. A los dos minutos de comenzar a verlos, ya estás acribillado con la prima de riesgo y la calificación de Moody´s. Y aún no han salido ni Dívar ni Rato ni Montoro. Todos al suelo, que diría Tejero. Lo que hace falta es que sea para bien.