Una semana más, la sociedad española está al borde del abismo económico. Y una semana más, nos debatimos entre la autocrítica y la crítica a los demás, que suelen ser los que tienen la culpa de todo. Se diría que los máximos especialistas en echar balones fuera son los griegos, que van hoy a votar entre trompetas de apocalipsis y llevan meses quemando efigies de Angela Merkel. ¡Después de haber mentido sobre sus cuentas públicas para entrar en el euro y sin disponer siquiera de un catastro de bienes inmuebles! Ya dijo Sartre aquello de que el infierno son los otros, pero quizá perdió de vista el efecto terapéutico que tiene considerarse irresponsable y víctima de las decisiones ajenas. Es verdad que los españoles, con la delirante excepción de los mineros, no estamos quemando nada, acaso por ser conscientes de que nosotros solitos, sin ayuda de nadie, hemos venido hasta aquí. Pero también es cierto que no acabamos de entender lo que tenemos que hacer para recuperar la prosperidad perdida.

Si en algo se deja ver esta resistencia es en el rechazo de la austeridad reclamada por nuestros socios europeos más solventes. A fin de cuentas, se trata de una idea antipática, que connota privaciones y sacrificios: implica dejar de gastar alegremente, cuando a nosotros lo que nos gusta es gastar alegremente. Es verdad que semejante desenfado no está inscrito en nuestro código genético; un adecuado sistema de incentivos y un rigor condigno en la aplicación de las sanciones podrían modificar nuestros hábitos. Sin embargo, antes conviene despojar al concepto de su mala fama. Porque la austeridad no conlleva solamente, como dice el mantra personal de nuestro presidente, no gastar más de lo que se tiene. Sobre todo, supone no gastar lo que no se debe, lo que nos introduce en el terreno de la moralidad. Y ahí, compatriotas, es donde nos duele. También ahí es donde empieza la resistencia psicológica a las reformas, que de llevarse a cabo implicarían el desmantelamiento de toda una tela de araña de inmoralidades grandes y pequeñas, que son las que expresan en el plano práctico una atmósfera moral: aquella que nos es propia y que explica por sí sola el fracaso de nuestra sociedad.

¿Ejemplos? Uno: quien pide a su médico de cabecera una injustificada baja laboral, que éste proporciona sin rechistar, para darse de alta justo antes de perder tales o cuales complementos. Dos: quien es despedido o provoca su despido y obtiene una prestación por desempleo de dos años, durante los que decide no buscar trabajo, ante el aplauso o la comprensión o el silencio de sus conocidos, para hacer un viaje, buscarse a sí mismo, o simplemente no hacer nada. Tres: quien obtiene una incapacidad absoluta a los cincuenta años, víctima de un cáncer, del que se encuentra plenamente recuperado cinco años después, sin volver ya nunca a trabajar, lo que le permite cobrar una pensión durante, pongamos, treinta años. Cuatro: quien cobra una pensión de viudedad que ha heredado de su madre, con la que convivía, por la muerte de su padre hace cuarenta años, y decide no casarse sólo por no perder esos ochocientos euros al mes que tan bien le vienen. Cinco: elija el lector. Podemos añadir los gastos suntuarios de los diputados provinciales o la decisión del profesor universitario de pedir a un colega que apruebe a la sobrina de su mujer.

Si todas estas prácticas, algunas ilegales y otras simplemente inmorales, fueran eliminadas, ¿seguiríamos llamándolo austeridad? Porque también podemos llamarlo justicia, por tratarse de situaciones que benefician a unos y no a otros. Y cabe preguntarse cuánto dinero dejaría de dispendiarse si se pusiera fin a un repertorio de conductas tan mediterráneo. Desde luego, la economía necesita liberarse de rigideces y el mercado de trabajo ser más flexible aún, pero al mismo tiempo tenemos que tapar el sumidero del gasto público injustificado. Hay que hacerlo por razones morales, económicas y estéticas. Porque una sociedad no puede funcionar correctamente sin una ética pública: cometa usted un adulterio con la vecina, si quiere, pero pague sus impuestos. El problema es que nos cuesta, porque esa trampa, ese atajo, es lo que hemos venido siendo. Y Angela lo sabe.