El mercado sanea y busca soluciones. Tiene su lógica intrínseca: la mecánica interna es «perfecta». El problema estalla –y es un problema también moral– cuando se analizan sus contornos y las consecuencias de sus prácticas sobre la ciudadanía. La cuestión consiste en saber si sus «soluciones» inhóspitas son solidarias con la sociedad o componen un círculo vicioso que engrandece a la aristocracia financiera: si el efecto de causalidad perjudica al personal, considerado el último actor de la obra, o lo beneficia, y en qué medida. El modelo de la «mano invisible» de Smith no es el del capitalismo salvaje. O mejor, lo es sólo en el plano económico, no en el plano moral: el economista sostenía que el capitalismo «libre» generaba injusticias sociales y por tanto no era la solución más razonable para la convivencia. En ese mismo altar de la economía política clásica se sientan también Ricardo, Mill o Marx y sus caminos y metas son dispares.

En uno coincidían: en el intento de explicar el sistema económico nacido de la revolución industrial y en la crítica sobre sus desviaciones. Puestos a buscar el atajo entre un océano de teorías y corrientes que bañaron de sangre el siglo XIX y parte del XX, pensamiento y práctica alcanzaron una solución, más o menos admitida por las partes: el denominado pacto social. Similar al que fundó el Estado de Derecho tras las monarquías medievales pero arrimado a la vereda socioeconómica. Las socialdemocracias y los estados de bienestar son fruto de una comunión primigenia entre el capital y el trabajo, que ha permanecido incorrupta hasta hoy. El capital, que apenas dominó a las masas en el XIX –pese al uso indiscriminado de sables y fusiles–, logró silenciarlas, o apaciguarlas (¿Qué decía el Manifiesto, sino que el Estado era el consejo de administración del capitalismo?). Y el proletariado, que evolucionaba hacia la clase media a pasos agigantados, prefirió la comodidad, alejándose de universos utópicos de fines imperfectos. En el Occidente europeo y desde la segunda guerra mundial, la hegemonía de ese modelo ha beneficiado a millones de personas. Hoy está en quiebra.

Lo está, en parte, porque del «pacto» se ha escapado el capital –como si se hubiera deslizado de la cama matrimonial en una fuga secreta– para colarse por la puerta de la globalización, de futuros imprevisibles. El dominio de la economía financiera sobre la productiva, con sus fondos de inversión y sus mercados especulativos que doblegan a países enteros, ha levantado el telón de otra escena mundial, cuyo guion está inacabado y a merced de la incertidumbre. La globalización apenas reconoce las leyes nacionales y cuestiona el Estado nación. La política es local y el poder global. Las fuerzas económicas tratan con desdén a las soberanías nacionales y minan las instituciones. Reestablecer el equilibrio entre política y poder en un escenario nuevo será un tema crucial en las próximas décadas.

En ese territorio fragmentado y evanescente el «pacto social» ya no sirve. Está superado. Y el «trabajo» –la soberanía, la política, el ciudadano– tiene muchas dificultades para solicitar que se respeten las reglas de juego firmadas hace muchísimos años. El «capital» vive en plena rebelión. No quiere saber nada de consensos, ni de firmas antiguas en papeles amarillentos. Quiere, o necesita, ser autónomo. Ni siquiera admite el establecimiento de controles para paliar los daños que causa –y que la crisis actual explicita– en un intento de paliar el nuevo ciclo de errores. Hizo su contrición tras el «crash» del 29 pero ya no se acuerda. El choque, por tanto, va a ser brutal. Lo está siendo.

Los mercados exigen que España se arruine para reconstruirla desde cero, al igual que a otros países. Su colosales ataques también encierran enseñanzas y correctivos. Lecciones sobre las políticas económicas dispersas o alocadas que han confiado el crecimiento en paraísos dorados y falsos: el ladrillo hacía crecer la economía, ¿para qué pensar en otra cosa? ¿Y el déficit? ¿Y el endeudamiento? ¿Para que amortiguarlos o corregirlos en la época del salvífico esplendor? Enseñanzas también sobre los dirigentes políticos, cuya vida pública ha estado dominada por las circunstancias y sometida al compás del azar. Políticos de regate corto y de ambición meliflua: ganar las próximas elecciones, después ya se verá. Es el retrato del viejo país ineficiente de Biedma.

Una objeción, sin embargo. Es una lección muy dura porque no castiga a los políticos –los que han gestionado el país durante años, los que han escrito la partitura económica– sino que deja a grandes capas de la población a la imtemperie. En todo caso, Alemania y los mercados coinciden en imponer penas duras a los pecadores –España– que se han dedicado a vivir por encima de sus posibilidades. ¿O es que Alemania no se fustigó ya con la receta austera que ahora proyecta sobre los demás? El menú lo conoce, lo ha elaborado y se siente moralmente cargada de razón. Ha habido muchos errores y abusos en esta periferia europea. La pena está impuesta: cumplámosla, aunque carguemos con el «desliz», el delito o la omisión de otros. Y, sin embargo, la zozobra inquieta el horizonte. ¿Es suficiente con cumplir la fórmula dictada? ¿Después de la catarsis, qué nos espera? Los mercados acechan como si hubieran escrito una diabólica profecía. Desdeñan las reformas –se diría que no se ha hecho nada, ni cambiado la Constitución– y muerden sobre la deuda del país débil. Los mercados son como un detergente: depuran las cloacas. Y lo hacen sin piedad. No importa que algún conducto estuviera en perfecto estado de revista.

Las grandes depresiones del capitalismo han supuesto una transformación de su maquinaria interna y también un salto en las relaciones de producción. En ocasiones, la mutación ha supuesto millones de pérdidas humanas, 50 en la segunda guerra mundial, tras la larga depresión de los 30. Y han acabado con un rosario de mitos en medio en esa dualidad eterna entre la historia y la leyenda. Hölderlin sabía que la antigua Grecia –cuna de la democracia, aniquiladora de las supersticiones– nunca había existido: Occidente había construido el mito para que su destino viniera de algún lugar y fuera hacia alguna parte. ¿No habrá edificado Europa, en el último medio siglo, el mito de sí misma y, roto el sueño, ya no le queda nada?