C­­­uenta una reciente biografía de Barack Obama que su predecesor Bill Clinton le considera un «aficionado» en los lances de la política. Tanto, que no dudó en recomendar meses atrás a su esposa Hillary que dimitiese del cargo de ministra de Exteriores para tratar de arrebatarle a su jefe la candidatura demócrata a las próximas elecciones en Norteamérica. «Tú sabes hacerlo mejor que él», habría susurrado Bill al oído de Hillary, quien, al parecer, resistió a la tentación apelando a la lealtad debida a su presidente. «La lealtad es una broma», retrucó la parte masculina del matrimonio Clinton, en un inusual arrebato de sinceridad.

De ser cierto lo que revela Edward Klein en El amateur, la política norteamericana se estaría convirtiendo en un lío de familia con tintes de culebrón. El propio Clinton ejerció un interregno entre dos presidentes de la dinastía Bush –padre e hijo– antes de que su esposa le disputase a Obama la primogenitura del Partido Demócrata en las últimas elecciones. Solo la derrota de Hillary impidió el establecimiento de una alternancia en el poder entre la estirpe de los Bush y la de los Clinton.

El bueno de Obama –que no debe de ser rencoroso– encargó a su contrincante la cartera de Asuntos Exteriores a modo de galante desagravio por haberle ganado las primarias; pero no parece que eso bastase a Bill, el marido de esta última. El expresidente quiere volver a la Casa Blanca, aunque sea en la módica función de consorte y a título de primera dama –es decir: caballero– de la nación.

Menos ingenuo de lo que lo pinta Clinton en esa chismosa biografía, bien pudiera ocurrir que Obama nombrase ministra a Hillary con el cauto propósito de vigilar en corto a su rival. Quizá se haya limitado a aplicar el consejo que Vito Corleone dio a su hijo en cierta famosa escena de El Padrino: «Ten a tus amigos cerca, pero aún más cerca a tus enemigos: así sabrás lo que están planeando».

Todo esto recuerda un poco a la Roma de las familias imperiales, aunque no exactamente a la de los Borgia. A tanta sofisticación no llega un imperio en el que el papel de Lucrecia Borgia lo desempeñaría, más modestamente, la becaria Mónica Lewinsky; y en el que las intrigas cortesanas corren a lo sumo por cuenta de la Mafia. Nada más natural, por ejemplo, que John Kennedy –miembro de otra dinastía presidencial frustrada– compartiese en su día amante y confidencias con el mafioso Sam Giancana.

Clinton, que gasta aspecto y maneras kennedianas, parece preferir más bien las enseñanzas de Maquiavelo, aunque no por ello renuncie a las de Corleone. Decía el maestro florentino que ningún príncipe prudente «puede –ni debe– guardar fidelidad a su palabra cuando tal fidelidad se vuelve en contra suya»: y acaso fuera este el sabio consejo que inspiró al Maquiavelo de Arizona cuando propuso a su esposa hacerle la cama al presidente.

Con menos glamour que los Kennedy y menos petróleo que los Bush, Bill Clinton aspira –por lo que se ve– a establecer una dinastía presidencial en la moderna Roma, aunque para ello tenga que equiparar la lealtad a un chiste. Perito en deslealtades conyugales, el rijoso Bill sabe al menos de lo que está hablando. Inquieta un poco, si acaso, que sean asuntos de familia los que gobiernan la primera y casi única superpotencia del mundo. Como en el negocio de Vito Corleone, mismamente.