Hay quien piensa que también han venido al rescate. Seguramente, no. Pero sí al menos en manada. Desde la orilla se ve a las medusas como si fueran una mancha rosácea, un equipo de ballet subacuático entrado en carnes, cada vez más grandes y siniestras, como las líderes de Europa. Algún día sacarán su paquete de cigarrillos rubios y sus rulos y desplazarán hasta a los niños de la arena, probablemente de un golpe de pechuga, dándose lustre en las hamacas. Todo esto empieza a ser demasiado. Se pueden aguantar los desatinos de las agencias de calificación, la falta de gracia, los goles de Alemania e, incluso, los titubeos de Rajoy el Vacilante, pero no que, encima, aparezcan unos bichos panzudos a dar la brasa y la urticaria a la hora del baño. Me acuerdo de mi bisabuela, parada en la arena húmeda, con un vestido largo y de luto y las piernas como alambres blancos, mirando hacia el fondo del mar mientras la brisa le reacomodaba el pelo. En realidad no sé si me acuerdo de ella o de una fotografía. Ver morir a tus mayores va en contra de la naturaleza. Quizá no de la naturaleza cronológica, pero sí sentimental. Es como asistir a la destrucción de una roca, de lo poco que ampara. Una vez vi a mi bisabuela atrapar a una rata con un solo movimiento de muñeca, bajo el bochorno del patio.

A mi bisabuela las medusas no le habrían durado ni medio minuto; había sido huérfana por partida doble, superó la hambruna, el miedo, los grises, las enfermedades. A veces me gusta pensar en ella como alguien en las riberas de una superestructura gigantesca y mohosa, de un lado, De Guindos y del otro, mi bisabuela, sin que ninguno de esos dos mundos pueda ni tan siquiera pensarse como partícipe del mismo espíritu y de las mismas finanzas, por más que se estire la goma de la economía. La llegada de las medusas da ganas de llorar. Es como el hilo de compota verde que se escabulle por debajo de la nevera. Un hecho insustancial, caprichoso, pero que da el soplo definitivo a la cadena de naipes oscuros que se encima contra el frío como un puñado de niños enfermos al borde de la desgracia. Apenas un chasquido, un último acto estúpido y ocurre que comienza el desplome. La medusa, la banalidad insultante de las medusas. Su aguijón grueso, casi de sirope, penetrando en los abismos de la sangre al mismo tiempo en el que bucean los tiburones del desastre. Rajoy en la orilla, una figura cada vez más ajena, barrido por los símbolos sombríos que se atenazan en el horizonte. Llorar por la medusa, por el vaso del café que revienta, por el hilo de compota. Sufrir por la carretilla y por la bisabuela y por los improperios económicos. «Cuánto depende de una carretilla roja /laqueada con agua de lluvia/ junto a las gallinas blancas», escribió Williams Carlos Williams. Sentir que el universo, que las medusas se desplazan. Y hacen su sitio en la memoria y en el cuerpo a cuerpo que queda por delante. Atrapamos ratas con los dedos. Y luego las firmamos. Cada día. En los bancos. En los centros de trabajo.