Cuentan que con motivo de la construcción del Ministerio del Aire en los 50, el joven arquitecto Sáenz de Oiza, recién regresado de los Estados Unidos, dijo a su veterano colega Gutiérrez Soto: «D. Luis, menos piedras y más frigorías». Este alegato a favor de la incorporación de adelantos tecnológicos en la arquitectura española de entonces, para incrementar el confort térmico, fue durante mucho tiempo un ejemplo de modernidad y vanguardia.

La beneficiosa incorporación de nuevas tecnologías de las instalaciones a la arquitectura es un hecho indiscutible. A finales del siglo XIX por ejemplo, la llegada del agua corriente y el alcantarillado a las ciudades, hizo surgir el cuarto de baño como hoy lo conocemos, con una evidente mejora de la calidad de vida y aseo. Las continuas aportaciones de la tecnología en muchos campos, culminados por dos espectaculares hechos en el siglo XX: la llegada del hombre a la luna y la incorporación de las nuevas tecnologías digitales en la vida cotidiana, han mitificado el empleo de la tecnología como algo siempre indicativo de progreso.

Esta circunstancia, unida a la confluencia de estándares constructivos en países de la Comunidad Europea, ha determinado que en los últimos diez años, climas con distintas características y necesidades incorporen en las construcciones la misma tecnología de las instalaciones como sinónimo de calidad arquitectónica. En demasiadas ocasiones, dicha tecnología enmascara y cubre carencias de proyecto cuya insuficiente arquitectura necesita el apoyo externo de maquinaria, olvidando cuestiones de soleamiento, ventilación y refrigeración naturales, que aportan un confort más económico.

Igual que el ornamento en arquitectura se convirtió a principios de siglo pasado en algo superfluo, es decir en algo que rebosaba lo necesario de la construcción y el habitar, la idolatría a ciertas tecnologías como sinónimo de progreso está cargando de ornato tecnológico la vivienda del siglo XXI. Un adorno muchas veces mantenido por la ficción de un poder económico inexistente que obligará a recuperar en el arte de proyectar los criterios de la mal llamada «arquitectura pasiva». Nunca la arquitectura será más activa que en los casos que logra reducir sus exigencias tecnológicas y la inversión necesaria en su construcción. Y nuestro clima, afortunadamente, lo permite.