Mariano Rajoy abogó en la reunión del G-20 por «romper el vínculo entre el riesgo bancario y riesgo soberano, que ha resultado ser tremendamente dañino», y la cumbre lo recogió en la declaración final. Ello puede entenderse como un respaldo al rescate directo del naufragio bancario español, sin comprometer al Tesoro público. Pero también puede entenderse como una admisión de culpa: ¿cuándo, sino en los últimos meses, se ha acelerado más la colocación de la deuda española en los bancos españoles?

Por lo demás, ojalá que le hagan caso, pero tal vez sea provechoso ponerse en la piel de los otros e intentar adivinar lo que están pensando. Escribir arengas exigiendo la solidaridad de Europa para con sus hermanos meridionales, o dar lecciones a Merkel olvidando que a los alemanes les va muy bien, puede ser de gran utilidad terapéutica para nuestro ánimo inquieto, e incluso positivo si la arenga es leída por los dirigentes mundiales, pero en nada nos ayuda a entender lo que ocurre. Para dicha comprensión debemos esforzarnos en imaginar lo que piensa la otra parte.

Pongámonos pues en la piel de los jefes de gobierno y de los ministros de Hacienda europeos, llamados a aportar el dinero del rescate. Si fuéramos nosotros, si se tratara de nuestro dinero, ¿se lo prestaríamos tan alegremente a Bankia? ¿O a las otras cajas bancarizadas y nacionalizadas? ¿Meteríamos los ahorros de la familia en unas entidades sepultadas bajo una montaña de ladrillos en depreciación continua? Los accionistas que acudieron a la alegre llamada de Rodrigo Rato, con la bendición de Mafo y ante la sonrisa complaciente de Zapatero, nos pueden decir algo al respecto. Por ejemplo, nos pueden decir que han perdido el 80% de su inversión.

Si se plantea un rescate es porque los bancos averiados no encuentran capital en el mercado. Los inversores no se fían. Pero el Gobierno español pretende que se fíen los gobiernos europeos, y que metan ahí los impuestos de sus contribuyentes, renunciando a la garantía del Estado. Es mucha pretensión. Ojalá lo consiga.