ue el título de un libro memorable. La versión española fue publicada en 1961 por Plaza & Janés: «Europa y los europeos». Su autor, el profesor Max Beloff, de la Universidad de Oxford, fue alguien muy cercano a aquellos apóstoles del ideal europeo: Robert Schuman, Jean Monnet, Arnold Toynbee y Alcide de Gasperi. Es un resumen fascinante de las ideas que llenaron de pasión e inteligencia los tiempos iniciáticos de un nuevo futuro para una Europa nueva. En estos momentos actuales el regreso a sus páginas es aconsejable. Yo diría que es incluso imprescindible.

Recuerdo que me deslumbró la lectura de aquella obra. Además yo tenía 20 años. La leí en unas circunstancias todavía bajo las sombras de la posguerra de la Guerra Civil Española, mezcladas con los ecos de la Segunda Guerra mundial. Mis contactos posteriores con los ideales europeos de Max Beloff y de aquellos gigantes, fueron muy epidérmicos, entre otros motivos por estar filtrados por la máquina de propaganda del exótico régimen totalitario que gobernaba entonces España. Régimen que no dejaba de ser una reliquia del fascismo europeo. Un superviviente que había conseguido escapar del final desastroso de sus otrora poderosos hermanos y mentores.

No me resisto a contar una vez más al amable lector la que fue mi primera y muy ingenua visión de la europeidad, unos años antes de leer el libro de Max Beloff. Iba una mañana camino de mis clases de tercero de Bachillerato en el colegio de los Agustinos de Málaga. Un autocar acababa de aparcar en la plaza de Obispo. De él bajó un grupo de turistas suecos. Su destino era la catedral de Málaga. Obviamente ésta era para ellos algo impresionante, por sus inesperadas dimensiones y la audacia de su arquitectura. Lo comprendí años después, cuando vi las iglesias de Estocolmo, minúsculas, casi insignificantes, comparadas con nuestra hermosa catedral malagueña. Aquellos visitantes suecos estaban descubriendo que España había sido un gran país.

Mi impresión de aquel contacto con un grupo de los primeros turistas que nos visitaban estaba dominada por curiosas ausencias. Ausencia de malos olores, inevitables éstos en aquella época en un espacio cerrado donde se concentrara un grupo de personas. En este caso el autobús. No en vano la miseria olía mal. Ausencia también de miedo. Aquellos extranjeros pasaron sonrientes y relajados junto a una pareja de policías de servicio en la plaza del Obispo. Era obvio que los turistas veían en ellos a unos amables, aunque algo hirsutos, servidores. En ningún momento los miraron como portadores de imprecisas amenazas. Otra ausencia era el mal humor y los modales desabridos, habituales muchas veces entre nosotros en aquella época complicada. La fluidez de la marcha hacia la catedral de aquel grupo de personas aparentemente felices, obviamente bien alimentadas y que olían bien y que vestían bien, nos enviaba un mensaje preocupante. Era evidente que aquí, en un país en el que nos considerábamos el envidiable modelo espiritual de Europa y en el que todavía se hablaba demasiado de bayonetas y fratricidas batallas, algo muy importante no funcionaba.

Pasaron los años y mis apasionamientos europeos fueron evolucionando. España fue admitida en la UE. En octubre del 2000 se hizo realidad para mí un viejo sueño. Entré a formar parte de las reuniones de los «ateliers» de la Convención Europea del Paisaje, en el Consejo de Europa. En España estaban saltando todas las alarmas. Una locura colectiva alimentada por la codicia y la corrupción sin complejos amenazaba con arrasar lo que quedaba de nuestras costas. Muy pocos se daban cuenta que la burbuja inmobiliaria sería una amenaza muy seria para nuestro país. Aquel tratado europeo en el que yo trabajaba y que España había ratificado, siempre fue aquí un papel mojado, ignorado irónicamente por muchos de los que tenían la misión de implementarlo. Aquella era una sociedad que parecía haber perdido la cordura y la decencia. Después vino el demoledor Informe Auken del Parlamento Europeo. Y muchas cosas más. Está todo en las hemerotecas.