Cuánto vale una empresa? Una posible respuesta es que cualquier bien expuesto en el mercado vale lo que alguien esté dispuesto a pagar por él. Sin expectativa de venta no habría pues valor. Pero Machado (Antonio) nos recordaría entonces que «todo necio confunde valor y precio».

En un país imaginario, las gentes invertían sus ahorros en empresas productivas con la esperanza de recibir a cambio, en primer lugar, un dividendo año tras año, y en segundo lugar, una razonable revalorización de las acciones por su un día se vieran obligados a venderlas, aunque el destino primero de los títulos fuera el de incorporarse a su testamento. De la misma forma, las tierras eran compradas para sacar rendimiento de ellos con la explotación agraria o para construir casas con objeto de ser alquiladas. En este país imaginario, la pérdida del ahorrador llegaba por la crisis de ventas de la empresa productiva, por las malas cosechas o porque una recesión hundía los alquileres.

Pero en el mundo real, los inversores tranquilos, aquellos que buscan el dividendo y dejar algo a sus descendientes, comparten el mercado de valores con los simples especuladores que solo buscan comprar barato y vender caro aprovechando el vaivén de las cotizaciones, enloquecidas en parte por su propia actividad. En este mismo mundo real, los terrenos son comprados para revenderlos mucho más caros tras alguna recalificación, o para construir casas que se dan por vendidas a un precio muy superior al coste, porque hay burbuja. (En un país imaginario, el aumento de la oferta hunde los precios, pero en el país real de nuestra burbuja la mano invisible está de vacaciones).

El asunto es viejo, viejísimo. José, hijo de Abraham, aconsejó al faraón comprar trigo barato en los años de abundancia para venderlo caro cuando llegaran las siete vacas flacas de su sueño. Y encima le dieron las gracias, porque su astucia salvó a los egipcios del hambre. La especulación con los valores es tan antigua como su mercado, y la telemática le ha dado las alas de la instantaneidad y un alcance planetario. El zoco mundial tiene mucho de casino, y a los analistas del viejo método les maravilla que algunas empresas valgan en bolsa diez veces lo que indican sus balances, y otras no valgan ni la mitad de ello. Es una cuestión de adivinar el futuro, de apuestas arriesgadas que a veces se ganan y muchas se pierden.

Es, sin embargo, un casino muy particular, donde las apuestas condicionan el giro de la ruleta. En este entorno se desenvuelve muy bien el operador a muy corto plazo que, en una perversión absoluta de la lógica, gana cuando sus acciones pierden valor. El truco es conocido: alquila acciones, las vende caras, espera a que bajen y las recompra baratas. Pero si el operador es un gran fondo con grandes recursos, tiene capacidad para provocar dicha baja. Digamos de paso que algunos expertos defienden tales maniobras, llamadas posiciones cortas, porque aportan liquidez al sistema.

Varias empresas del Ibex, es decir, de entre las más capitalizadas en la bolsa española, han pedido al regulador (la CNMV) que prohíba este tipo de operaciones para todas las empresas, tanto las financieras como las demás. Los accionistas y los directivos de sufren cuando las cotizaciones se hunden sin que la actividad de la firma haya dado ningún motivo para ello. Las oscilaciones no guardan relación con anuncios de cifras de beneficios o cierre de contratos. En realidad, nadie sabe a ciencia cierta el porqué de las sacudidas. Cada tarde oímos por la radio como esforzados comentaristas relacionan los movimientos con el índice de confianza de los consumidores en Singapur o las cifras del paro en Oregón. ¿Por qué no con el alineamiento de los planetas?

Las posiciones cortas son una expresión extrema de la transformación del mercado de capitales, nacido para canalizar el ahorro hacia las empresas que invierten para crear riqueza objetiva, en lo que decíamos: un casino. Y no dejará de serlo porque se prohíba uno de los juegos, aunque tal vez con ello se modere la locura.