Desde hace muchos siglos, la verdad utiliza todo tipo de máscaras. Su rostro desnudo, directo y crudo, no le gusta a nadie. Los políticos la consideran peligrosa, poco digerible y y ya sabemos que su oficio se acerca más al arte de la mentiras y a la capacidad de desvelarla en pequeñas dosis y entre líneas. Igual que el pueblo prefiere que se la edulcoren con promesas y quimeras, aunque en el fondo sea consciente de que todo maquillaje es un falso atrezzo.

Siempre ha sido así, a pesar de que este país tenga en el imaginario de la sabiduría popular el conocido refrán de más vale una vez colorado que cien amarillo. Un refrán al que sólo echan mano los que nada tienen que perder, aquellos que aún conservan algo de ética y el número escaso de personas que intentan ser coherentes, saber quiénes son y cuales son sus posibilidades. El resto, que es la gran mayoría, se posiciona entre la egoestima, la arrogancia y el atrevimiento. Diferentes maneras o la misma, en el fondo, de enmascarar la verdad, de negarse a escucharla y, en el caso de hacerlo, de revolverse contra ella. En esta época de crisis, donde casi todos vivimos al borde del vacío y en la que ejercer la libertad se ha vuelto más difícil, la verdad es lo de menos. Importan más el reproche, la búsqueda desesperada del aplauso, convertir en realidad y al coste que sea los sueños grandilocuentes y esa egoestima que nos impide ser humildes cuando más debemos serlo.

Un buen ejemplo de esta actitud ha sido la descalificación de Manuel Gracia, presidente del Parlamento Andaluz, hacia el Informe del Defensor del Pueblo, José Chamizo, en cuyas páginas expresa que los ciudadanos están hasta el gorro de que los partidos sólo se ocupen de sus peleas políticas y de echarse en cara la viga en el ojo ajeno, en lugar de resolver los problemas reales de una sociedad y de una economía que rema a contra viento en un mar abierto a lo incierto, que diría el maestro Caballero Bonald.

No le ha gustado al socialista que el cura obrero le transmita las verdades del barquero y, por si fuese poco, le recrimina que lo ha hecho en el lugar menos oportuno, es decir, en el Parlamento. ¿Quería decir Gracia que el foro de esas declaraciones debería haber sido una taberna o la esquina de la plaza de un pueblo? Mal lo tiene Chamizo para que le renueven el cargo, después de cantar la verdad del barquero. Imagino que ni a Gracia ni a sus colegas nacionales les gustará tampoco escuchar que es inmoral que los partidos del Congreso se repartan 17 millones de euros en tres meses en subvenciones para el funcionamiento y la seguridad o que cada diputado nos cueste 48 mil euros, teniendo en cuenta la escasez de ideas y su falta de credibilidad, mientras a la tropa de calle nos exigen que sudemos más, que nos sacrifiquemos al compás de la economía virtual y que de paso que no nos indignemos de palabra ni de movimiento.

El rechazo de la verdad y la egoestima no atañen sólo a la clase política. También hay muchos profesionales liberales, currantes, funcionarios y artistas, a los que para nada les gusta tener que escuchar que durante años se han pasado inflando las tarifas, que se han escaqueado de más, que han abusado de las bajas y de ese incomprensible privilegio administrativo de los trienios de antigüedad o que su obra está tan verde o es tan mediocre que, aunque se paguen la exposición o la publicación y los respalden su amigos de cabecera, no alcanza las exigencias del reconocimiento ni el mérito que conduce al éxito.

En este país la verdad es incómoda y la egoestima demasiado alta. Todos nos sentimos los únicos, los mejores, los incomprensiblemente perseguidos, pero nadie asume que todo horizonte requiere un esfuerzo, un talento, un camino y un tiempo para recorrerlo. Aquí seguimos sin querer saber a que podemos aspirar dentro de nuestras posibilidades, sin admitir la realidad, nuestros delirios y equivocaciones. Preferimos escondernos tras las máscaras de los anónimos descalificadores, de la coartada de las mentiras a nuestra media, del poder que silencia a quién le planta cara. Así que mientras no aprendamos a escuchar la verdad y no nos desintoxiquemos de la egoestima y las máscaras, más tarde saldremos del profundo bosque en el que nos hemos adentrado persiguiendo absurdos sueños de grandeza.

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