En el patio del cole un sol ácido hace que la mayor parte de los adultos intente refugiarse debajo de la sombra de los árboles. Allí conversan animados y hacen balance del año escolar. Las profesoras, a casi todas las cuales se les ha quedado cara de cabreo por los recortes (de sueldos, de plantillas, de líneas educativas), se van despidiendo y, sin hacerse notar demasiado, la mayoría se marchan después de recibir una rosa de manos de una emocionada directora que se jubila este año.

Los niños, ajenos y excitados, hacen cola para participar de los juegos que se han organizado (bolos, diana, uno de chocolate y bizcochos que deben atrapar con los ojos vendados, pintarse las caras, pescar patitos de plástico) y, luego, para recibir todos ellos, y sin importar la puntuación que hayan alcanzado, una medalla de cartulina. A la hora de la merienda se lanzan en avalancha por los zumos, las galletas, los bocadillos, las patatas fritas y otras chucherías. Los adultos, que acuden para poner un poco de orden, también aprovechan para hidratarse un poco.

Es entonces cuando empiezan los actos previstos. Sobre el escenario unos padres voluntarios comienzan a desgranar con gracia, y muchos gritos obligados por la dispersión del personal, el programa: una coral (una canción en latín y la otra en portugués, qué curioso), coreografías de los cursos superiores, demostraciones de capoeira y de danza brasileña, el sorteo de varias entradas a espectáculos de teatro infantil, algún discurso que otro, un solo de trompeta (literalmente solo porque a las primeras notas la gente comienza a desentenderse), la despedida de los chicos del curso último, que al año siguiente ya estarán en el instituto, etc.

En una esquina otros padres venden camisetas con el logo de la escuela y las fotos conmemorativas de los respectivos cursos. Justo a su lado unas niñas de diez u onde años han puesto otra mesa para vender serpentinas y confetti. Todos buscan recaudar algo de dinero para las distintas actividades que llevarán a cabo a partir de septiembre.

Una fiesta en el cole como tantas otras que habrán tenido lugar esta semana en miles de centros a lo largo de la geografía española. Una fiesta llena de momentos bonitos (la vitalidad de los niños lo colorea todo de belleza y alegría) y de esas tristezas inevitables que despierta lo que acaba o lo que se interrumpe. Una fiesta de la que cuesta marcharse porque después de ella, una vez que crucemos la puerta de entrada en dirección a nuestras respectivas casas, comenzarán de nuevo los problemas, la crisis, la gran mentira en que están convirtiendo el mundo los que mandan en él, la mediocridad como horizonte máximo para la convivencia y como patrón de los productos humanos, la inmensa soledad de muchos ante esa miseria anunciada, consentida y decretada por el poder político y por el negrísimo poder macroeconómico, esos dos ciegos que prentenden conducir la gran nave del mundo.

En la fiesta todo esto también estaba, e incluso se asomaba en algunos comentarios de los más acuciados o indignados, pero lo que prevalecía era esa necesidad de preservar un espacio para la sonrisa y los asuntos del corazón (el amor a los niños, el amor a la educación, el amor a la vida) que tan necesarios son, quizás más necesarios que nunca porque eso es lo primero que están intentando expropiarnos. Necesitamos más fiestas como éstas, y no para evadirnos de la realidad sino para seguir siendo lo que somos.