Seguramente que un importante problema de España es el victimismo. No hace falta acudir a montañas lejanas para hallar a los responsables de la mala situación. Nuestras pesadillas de hoy son achacables a defectos intransferibles de las economías nacional y regional ante los que gobiernos de todos los colores taparon los ojos. Aplicar a tiempo los remedios habría requerido asumir medidas impopulares y desagradables de las que huyó la clase dirigente por el electoralismo de rédito instantáneo en el que permanece instalada. Y claro, ahora que empieza a ser tarde y resolverlo todo a la vez requerirá de muchos años y de un sacrifcio enorme, los culpables son los mercados, Angela Merkel o el mal tiempo. Siempre atribuciones externas que llevan a engañarse más todavía.

A diferencia de lo que ocurre con Grecia, el pueblo alemán conserva, en general y por el momento, una buena opinión sobre España. Un reportaje que hoy publica el Magazine, la revista que los lectores reciben junto a su ejemplar de La Opinión de Málaga, del domingo, resulta esclarecedor. Los españoles, razona un intelectual berlinés, han sido más avanzados que sus dirigentes, «que pusieron un progreso de pacotilla por delante del desarrollo verdadero» al apostar por el monocultivo inmobiliario y no acotar la especulación. El gran lastre, relata otro, es la «manifiesta incapacidad para formalizar acuerdos políticos con quien piensa diferente». Cualquier español suscribe el análisis y aún con mayor crudeza.

Únicamente los incapaces o los inconscientes responsabilizan a los demás de sus penas. Pero despachar los agobios que está sufriendo España con la aseveración de que la culpa la tienen la UE y Alemania es una simpleza. Mientras andamos entretenidos en estas maniobras, otros desafíos sustanciales, como el desplazamiento del eje de poder del Atlántico al Pacífico, el gran cambio geoestratégico que alumbra este siglo, pasan inadvertidos , a pesar de lo mucho que nos afecta .

Por realizar un análisis desacertado de la realidad no levantamos cabeza y andamos a remolque de los acontecimientos. Primero la crisis no existía. Luego los bancos eran solventes y estaban bien capitalizados. Ya se ve, hasta 62.000 millones de euros deben prestarnos para sostenerlos. La tentación de ahora es satanizar a Merkel por predicar la rectitud fiscal, que al fin y al cabo es mirar, como haría cualquiera, por el dinero de sus contribuyentes. Pedimos que nos echen una mano y vituperaramos a quien parece que intenta tenderla.

Es verdad que España tiene un Gobierno nuevo que necesita asentarse y que las transiciones aquí suponen romper la continuidad y empezar de cero. Los que llegan lo desconocen casi todo. En otros lugares más cooperativos –también más avanzados, por ejemplo Alemania– buena parte de las estructuras no cambian y los partidos cultivan la cultura del entendimiento. Rajoy quiso sacar pecho para consumo interno y está creando un problema en el exterior, incomodando a sus socios, como si no fueran a enterarse de lo que afirma en España. Le impusieron un límite de déficit público y lo saltó, presentando el desafío como una victoria. Hizo del rescate financiero un éxito personal, «he sido yo el que ha presionado» ante el asombro de los líderes europeos, cuando lo mejor es que no hicera falta .

Los ciudadanos, afligidos en este tobogán de angustias, anhelan una decisión de efecto inmediato que acabe con la incertidumbre. Pero no existe, entre otras causas por la propia arquitectura de una Unión paquidérmica y sin jefe, y porque sólo saldrá adelante quien tenga voluntad de hacerlo por sus propios medios, sin privilegios. La UE tiene unas normas y están para cumplirlas. Es comprensible que resulte difícil conseguir que el rescate a la banca deje de computar como deuda pública si el dinero lo recibe el Estado. El crédito es eso, un préstamo a reintegrar con la máxima garantía por parte de quien lo pide, no ayuda a fondo perdido o un reparto de las cargas.

No podemos eludir el esfuerzo al que tenemos que enfrentarnos.Queda por delante volver a la moderación y la frugalidad en las costumbres públicas, el diseño de una nación sostenible con sus impuestos, la tala drástica de ministerios y consejerías, laminar duplicidades en las administraciones como han hecho en Alemania , impulsar nuevas liberalizaciones o eliminar las trabas a la actividad de tanta norma superflua, reiterada e incompetente.

Hay que adelgazar no para pasar hambre sino para estar saludables. Hay que quitar grasa y fortalecer el músculo. Crecimiento y austeridad son términos compatibles, siempre con un ahorro bien entendido: podando las ramas secas, aunque sea duro, dejando de colgarse de la ubre de las subvenciones o de engordar empresas insolventes e ineficientes. Salvando por contra la formación y la investigación. Cuando la economía alemana iba mal, la presidenta exigió a sus compatriotas las mismas reformas y pidió un sacrificio similar al que ahora tenemos ante nosotros. Y les animaba: habrá luz al final del túnel. La disfrutan ahora. Eso es justamente lo que tienen que hacer las administraciones españolas: mantener una conducta ejemplar, que empieza por sus mismos responsables, y trabajar con entrega para que el mensaje cale y los ciudadanos no acaben instalados de rabia o acomodados en la modorra, reivindicando que el esfuerzo lo hagan otros.

La confianza es la base de la economía. Que Alemania pague 100 euros de intereses por cada millón que le prestan a dos años, EE UU 2.500 euros y España 55.000 euros, refleja la solvencia que inspira cada país. En los dos primeros casos, los inversores no dudan: recuperarán su dinero . No las tienen todas consigo respecto a los españoles. Por ese riesgo exigen tanto a cambio. Para recuperar la credibilidad, de nada sirven esas pamplinas de las malignas conductas externas que empiezan a tener eco. Sólo cuenta el tesón, el rigor y el sacrificio de aquí dentro.