En muchas ciudades del mundo, y aunque motivos no falten, la gente no toma las calles a lo bruto gracias en buena parte a internet. Muchos pedazos de la realidad se han trasladado a la Red, donde son adecuadamente aliñados y domesticados, para que todo quede entre la pantalla y el usuario. El ciberespacio fabrica espejismos en el ámbito de la amistad o de la acción política. Podemos tener en nuestra red social a miles de internautas con los que jamás tomaremos un «whisky sour», ni falta que hace. Y con no más de ciento cuarenta caracteres nos solidarizaremos con causas cuyo desenlace puede que no lleguemos a conocer jamás, porque la velocidad de la Red sustituirá una movida por otra sin darnos tiempo a digerir la anterior.

Internet es un medio blando, y las revueltas callejeras que se le atribuyen también han terminado siéndolo. La fuerza de sus convocatorias parece residir más en la estimulante interconexión tribal que en el objetivo político o social marcado. La poderosa herramienta del medio se impone sobre el fin que se persigue. Nunca como ahora cabría decir que el medio es el mensaje, una sentencia un tanto snob de los sesenta pero que el ciberespacio ha convertido en un asunto cotidiano. Por eso las convocatorias de internet se forman y se evaporan con tanta facilidad, a pesar de contar con el favor de los medios tradicionales, que se apuntan al carro como intentado no quedar descolgados de los imponderables de la modernidad, o eso se creen.

La red sublima y canaliza las disconformidades, permitiendo a cada uno dejar constancia escrita de la suyas en blogs, post y todo tipo de comentarios. Si podemos manifestarnos en la Red, tan cómodamente y desde casa, para que hacerlo de otras maneras menos confortables. El ciberespacio chupa y se apodera de nuestras discrepancias, que quedan fosilizadas en alguna web, con párrafos más o menos punzantes que nos eximen de acciones colectivas de mayor calado. Quién se acuerda ya de las muchas primaveras habidas en los últimos meses.

La red es un simulador de comunicación muy acorde con los tiempos. La primera maquina aislante del siglo pasado fue la televisión, que reemplazó las charlas de sobremesa por la muda contemplación de la pantalla, un fenómeno que debió de aumentar sin duda la armonía de las familias. Todo esto no me parece ni bien ni mal. Las cosas que inevitablemente suceden exigen nuevas reacomodaciones, pero no veo la necesidad de estar emitiendo continuamente juicios de valor sobre todo ello, una manía por cierto muy del periodismo español, muy aficionado al púlpito.

No confío en las virtudes de la red para las grandes acciones colectivas. La globalización habrá sido muy útil para el tráfico de capitales, pero social y políticamente seguimos viviendo en aldeas. El mayo francés del sesenta y ocho no hubiera estallado igual de haberse tramitado a través del ciberespacio: la gente se habría amotinado un par de veces y después se habría quedado en casa tuiteando para comentar la jugada. En cambio, la red si es útil para tumbar prestigios, o para la inmediata administración del rumor, funcionando como una mesa camilla global, siempre y cuando los medios escritos y audiovisuales se hagan eco después, porque siguen teniendo el monopolio a la hora de sacralizar los eventos. Internet pasa por ser el ágora ideal de los antisistema y los simplemente disconformes pero es también un instrumento excepcional del poder, el Gran Hermano del nuevo milenio en cuyos servidores se almacenan nuestros secretos.

Parece necesario que todo se transforme en el ciberespacio para que nada cambie en la realidad. Lo mismo que algunos recurren todavía a un profesional del catolicismo para aliviar sus culpas (¿para cuando el cibersacramento de la confesión por Internet?), la red nos hace sentir mejor en ocasiones sin arriesgar nada. Mientras tanto, podemos llegar a pensar que estamos cambiando el mundo con Internet, pero solo es la red que nos está modificando a nosotros.