Quienes colocan los bienes culturales entre las prioridades de un Estado democrático, sienten hoy en España el vértigo de un retroceso sin precedentes. El peligro está en todo: el estímulo de la creatividad científica y artística, la participación horizontal de las diversas manifestaciones y hasta la tutela del patrimonio histórico. La santa austeridad y el catecismo del déficit han impuesto rebajas que, si duran, dejarán el país convertido en un erial; y aunque duren poco harán irrecuperable el tiempo perdido respecto a los países que no frenan ni ralentizan su marcha.

Estas durísimas circunstancias tendrían un lado positivo si la inteligencia planificadora consigue equilibrar las inversiones públicas y privadas en la financiación de la cultura. Poner término a los excesos paternalistas del Estado y al vicio de las subvenciones y los subsidios es tan progresista como implicar profundamente a la iniciativa privada, sin olvidar el fomento de un pago ciudadano al consumo cultural que, dado el resabio de la gratuidad casi plena, tendría que hacer graduales los pasos y cuantías para no desertizar los espacios de actividad, tanto menos buscados cuanto más adocenados en la investigación utilitaria y el espectáculo comercial.

La implicación privada sigue siendo muy rara y escasa. Extenderla en términos racionales exige un instrumento fiscal perfectamente normalizado en los países de nuestra cultura, que, obviamente, están muy lejos del intervencionismo del estado totalitario de cualquier signo, que lo paga todo (es decir, muy poco) a costa de la libertad. La ley de mecenazgo, o como quiera llamarse, no ha pasado de mezquinas tentativas en los casi 35 años del sistema español de libertades. Seguimos sin dar el salto capaz de generalizar un atractivo fiscal que implique a las personas físicas y jurídicas en los costes de la ciencia y la cultura.

Parece ilusorio pedir algo así en medio de una crisis que está deshilando muchos más tejidos que el del saber y el crear. Pero en una de las salidas que todos los estados europeos parecen asumir, la de la unificación fiscal que, entre otros efectos, acabará con el fraude y la evasión, está probablemente el resorte que España necesita para dilatar y estabilizar la cuota privada en el progreso de la cultura. Esto de apelar al mecenazgo parece un tópico, un estribillo facilón que nadie lleva a la práctica en etapas de crecimiento y sería aún más gaseoso en la emergencia actual. Pero si la necesidad agudiza el ingenio, no solamente el pánico, España deberá incluir el estímulo cultural de la iniciativa privada entre sus «condicionalidades» –horrible barbarismo- de la unificación fiscal. Si esta imprescindible cesión de soberanía va a imponernos nuevos sacrificios, que incluya al menos alguno de los beneficios que otros socios ya tienen. Porque unificar sin equilibrar desiguadades haría de ese objetivo otra quimera de corto vuelo, con saldos migratorios que ya están quemando.