Hubo un tiempo en el que lo primero que hacían los cadáveres por la mañana, al despertar, era pasarse la punta de la lengua por la dentadura, para comprobar que no les faltaba ninguna pieza de oro, tan apreciadas por los saqueadores de tumbas. Ya no se hacen muelas de oro, pero se sigue enterrando a los difuntos con zapatos, que comienzan a ser también un botín muy codiciado. El otro día, en un parque, vi a un hombre de clase media con las piernas cruzadas, leyendo un periódico gratuito. Llevaba un traje y una corbata tan arrugados como el periódico y tenía un agujero negro en la suela del zapato derecho, expuesta inadvertidamente a la vista de los demás. La clase media se empieza a deteriorar por los zapatos. Luego se descuida la dentadura y finalmente aparecen las dificultades gástricas. La expresión de pena permanente indica ardor de estómago. Se combate con antiácidos que acaban de ser retirados del catálogo de medicinas de la Seguridad Social.

Si quieres conocer la salud de un país, su nivel de progreso, su categoría cultural y su situación psicológica, asómate a la boca de su clase media, a las aulas de sus escuelas públicas, a sus cárceles, fíjate también en la suela de sus zapatos y en el rictus de sus labios. El cuerpo social español, que viene a ser la suma de los cuerpos individuales, empieza a mostrar un aspecto preocupante. Conserva aún parte de su anterior nobleza, pero su rostro es ya el de un dispéptico que carece de medios para cuidar su gastritis; el de un desempleado que no puede pagarse los empastes; el de un estreñido sin acceso a los laxantes; el de un varicoso sin tratar€ Tose y tose hasta expulsar pedazos de pulmón sin que nadie le proporcione un jarabe y se rasca los brazos con desesperación porque le han retirado también la crema para el prurito.

Entre tanto, ese cuerpo social maltrecho tiene que recibir como se merece a un magnate yanqui que quizá monte en Barcelona o en Madrid, si le dejan legislar a su gusto, un casino con sus centros de convenciones, su prostitución, sus gánsteres y todo lo demás. Y le recibimos, claro, debajo de una carpa con aire acondicionado. Pero no le recibimos como si fuéramos un país soberano, sino como si hubiésemos devenido en los guardeses de su finca.