En verano los rituales son sagrados: las terrazas, los remojones en la playa, los niños en casa, el pueblo de los abuelos, los cuadernos de vacaciones escolares... Los e-mails empiezan a llegar cargados de álbumes de fotos, destinos exóticos que se tuitean o se comparten en el facebook. Me escribe Ramón que se marcha a las montañas de Armenia; Diana ya se encuentra en Nepal; Joan se irá en agosto a China; los Lago han escogido el norte de Italia; Luis, Estocolmo; Antonia acaba de regresar de un crucero por el río Mosela, con parada y fonda en las famosas bodegas de Riesling. Uno, sin embargo, pertenece ya a la casta de los inmóviles y lo digo con cierta desazón. Envidio todos los lugares que seguramente nunca visitaré: el Nantucket ballenero que narró Melville, los Andes chilenos, los campos de té en Darjeeling, las callejuelas cristianas de Beirut, la bahía de Ha Long. A veces se ha dicho que los viajes desdibujan el provincianismo, como si se tratara de una especie de técnica impresionista que depurara la personalidad, pero no sé si es algo tan automático. Quiero decir que, cuando viajamos, lo hacemos con nuestro bagaje, nuestros prejuicios y nuestra mirada. Lo que nos transforma, más bien, es el encuentro personal con el otro, que nos pone a prueba con su diferencia. Una sencilla píldora de filosofía zen aseguraría que, para centrar la vida, previamente hay que descentrarse, salir de uno mismo. El actor Antoni Gomila expresó la misma idea del siguiente modo: «Salid de vuestra casa, volved i después volved a salir». A mí me gusta citar a un escritor francés, Jean-Louis Chrétien, que describió la intimidad como el acto de recogerse en torno a otra persona. Pienso que sus palabras constituyen una de las grandes definiciones del amor, aplicable a cualquier época o cultura. Pero hablábamos del verano y de sus ritos particulares. Sean cuáles sean, disfruten de ellos.

Termina el curso escolar y la semana pasada leíamos que los adolescentes españoles se sitúan a la cola de Europa en conocimiento de un idioma extranjero. Ninguna universidad del país se encuentra en el top 100 mundial. Los informes PISA revelan el bajo nivel de nuestro alumnado en matemáticas y en comprensión lectora; grave error, cuando, en el contexto altamente competitivo del mundo globalizado, la educación está llamada a jugar un papel clave. Finlandia y Shanghai, Corea del Sur y China, Hong Kong y Canadá, son ejemplos precisamente de los cada vez más estrechos vínculos entre la formación del capital humano y la prosperidad económica. El fracaso del modelo educativo supone uno de los síntomas clave de la fractura que se está abriendo paso en la sociedad, incapaz de formar elites y cuerpos profesionales adaptados a las exigencias de hoy. Se trata también de una consecuencia de la revolución tecnológica, donde la ínterconectividad y la especialización son cruciales. En este sentido, ¿no convendría dedicarse a reformar con urgencia unas instituciones educativas obsoletas en la mayoría de los casos? Uno de los ejemplos más interesantes podría ser el de Ontario, cuyo Departamento de Educación ha logrado mejorar significativamente sus resultados académicos en apenas ocho años. ¿Cómo? Potenciando sobre todo dos aspectos del currículo – comprensión lectora y matemáticas –, mejorando la formación del profesorado y ofreciendo con transparencia la calificación académica de los colegios, sus metodologías y sus proyectos educativos. Yo empezaría por aquí.