Todo el mundo tiene sus razones», decía el personaje interpretado por Jean Renoir en La regla del juego, dirigida por él mismo en 1939. Y lo que en esa sublime tragicomedia se aplicaba principalmente al curioso mundo de los sentimientos y las pasiones amorosas, puede, en principio, extenderse al resto de las esferas concéntricas de la vida: todos tenemos nuestras razones para hacer lo que hacemos y decir lo que decimos, por más que a veces choquen con las de los demás o suelan provocar la incomprensión ajena. ¡Si no, no habría divorcios ni peleas entre herederos! La vida sería un aburrido remanso de paz que no daría ni para escribir folletines de sobremesa.

Ahora bien, tampoco existirían los conflictos políticos. Ya nos enseñó Hannah Arendt que éstos obedecen al hecho de la pluralidad humana, a la circunstancia de que somos diferentes y queremos cosas distintas, sin que podamos obtener todos, a la vez, aquello que deseamos. Eso no va a cambiar nunca, a pesar del encanto redentor que puedan tener las utopías políticas, sea en su versión operística (un Mussolini) o esperpéntica (nuestro Sánchez Gordillo). En cambio, las democracias se caracterizan por asumir desde el principio esa conflictiva pluralidad, que sólo puede ser limada gradualmente a través de la negociación y el compromiso; de ahí que los cambios en ellas sean tan lentos y las soluciones expeditivas que nos propone el taxista deban quedarse en el taxi. Y de ahí también que las democracias nos parezcan a menudo una cacofonía sin sentido, una jaula de grillos donde nadie parece nunca ponerse de acuerdo con nadie. Porque todo el mundo tiene sus razones y es sabido que nada nos cuesta más que desprendernos de ellas.

Pero no todas las razones son igual de válidas en el debate público. Si se discute un problema político o un cambio legislativo, la calidad del debate, que redundará en la calidad de las soluciones, exige que políticos, medios de comunicación y ciudadanos pongan sobre la mesa argumentos basados en el interés general y contrastados con el principio de realidad. Si uno defiende su interés privado o proporciona argumentos puramente ideológicos o desinformados, está dando malas razones y con ello dificultando el funcionamiento de los mecanismos democráticos para la búsqueda de la verdad y la decisión colectiva. No es que una democracia no pueda funcionar con malas razones, pero funcionará mucho peor. Entre otras cosas, porque será incapaz de adaptarse a los cambios socioeconómicos y terminará por colapsar ante la mirada atónita de sus ciudadanos. ¡Es que no hay manera, uno empieza con las abstracciones y termina hablando de España!

Porque el nuestro es un país difícil de gobernar. Y una forma sintética de explicar esa dificultad es apuntar que en nuestro debate público y privado abundan las malas razones, o sea, las razones contaminadas. Son razones contaminadas aquellas que vienen marcadas por el interés personal de la persona o grupo que las formula, por una aprehensión ideológica de la realidad que no deja sitio a la realidad misma, o por la pura desinformación, que afecta tanto a quien no lee periódicos como a quien sólo lee uno. Es verdad que nadie puede desembarazarse del todo de sus prejuicios e influencias y que la pureza no es de este mundo. Sin embargo, hay grados. Existe el ciudadano razonablemente bien educado, abierto al cambio de opinión a la luz de los hechos, así como sociedades donde el número de personas cuyo sustento depende del enchufe o la red clientelar correspondiente es menor que entre nosotros: porque los partidos no han colonizado la sociedad civil o ésta no se ha dejado colonizar.

Es triste saber que, en España, cualquier reforma de calado propuesta por el gobierno de turno va a ser rechazada de plano por la oposición, los nacionalistas y las comunidades autónomas gobernadas por el partido de enfrente. Y que ese rechazo encontrará eco instantáneo en las opiniones públicas correspondientes. No hablo de este gobierno, sino de un sistema de debate público que producirá ese resultado de manera invariable, gobierne quien gobierne. Porque sí, todo el mundo tiene sus razones, pero podemos hundirnos agarrados a ellas y, una vez en el fondo, van a servirnos de poco.

Manuel Arias Maldonado es profesor titular de Ciencia Política de la Universidad de Málaga