Hay un aura bélica en un incendio, en la lucha contra el fuego. Todo empieza con un ataque repentino y traicionero, y sin apenas margen para la reacción, como en una guerra relámpago, el ejército de fuego avanza voraz y destructor, ocupando terrenos conocidos y frecuentados, para quemar todo lo que hay en ellos de vida y de belleza.

Hay un componente guerrero y atávico en el combate contra las llamas. Uniformes, mapas, órdenes. Dispositivos aéreos, que es como se llama ahora a los hidroaviones y a los helicópteros que, desde el cielo, apoyan la ofensiva terrestre. Camiones de gran cilindrada, vehículos casi militares adaptados al uso civil que es la protección del medio natural. Tiendas de campaña, centros de mando operativo. Y por supuesto hombres y mujeres curtidos en mil batallas, equipados para el combate cuerpo a cuerpo, héroes anónimos que de día y de noche se fajan en las trincheras para evitar que avance el enemigo, que conquiste nuevas posiciones, que los retenes queden copados por una racha contraria, un cambio en la dirección del viento, un precipicio inesperado. Es una cuestión de vida o muerte. Lo saben. Lo sabemos.

Hay un sentimiento patriótico cuando arde lo nuestro. Barranco Blanco, Entrerríos, Ojén, Monda. Paisajes familiares, topónimos cercanos. Escenarios de días felices, atacados por el desorden salvaje de las llamas. Parajes indefensos, inocentes de toda culpa, convertidos en una sucursal del infierno en la tierra. Todos quisiéramos coger un coche y acercarnos a ayudar, alistarnos como voluntarios en la lucha desigual contra el enemigo de todos. Sin armas ni experiencia, sentimos en carne propia el dolor de los árboles quemados, el miedo de los animales perseguidos, el cansancio de los hombres agotados. El grito último de la tierra ardiendo.

Hay un lenguaje inequívoco en las crónicas periodísticas. Se habla de frentes, de zonas perdidas. De urbanizaciones que se convierten en lugares estratégicos. Del avance imparable de una columna enemiga de fuego. De la estabilización del ataque enemigo en la autopista. De la lucha agónica que se sostiene en las colinas de Mijas, en los profundos valles de Ojén, en los alrededores de la Sierra de las Nieves. De miles de personas evacuadas, de ambulancias, de hospitales, de muertos y heridos y desaparecidos. De hectáreas calcinadas. Es el balance de una batalla histórica, cuyas imágenes de cielos encendidos nos traen a la memoria las imágenes de otras guerras, lejanas y olvidadas. Pero esta vez era en casa, al lado de casa.

Hay una reacción de victoria cuando el fuego se declara extinguido. Una sensación de haber salvado mucho más que una masa arbórea y un paisaje irrepetible. Un fuerte sentido de gratitud hacia los profesionales que se han jugado la vida. Una sana envidia hacia quienes de una u otra manera han aportado su granito de arena en esta desgarradora contienda. Queremos héroes, y les aplaudimos y admiramos como si hubieran salvado nuestras propias casas de la quema, porque en cierta medida lo han hecho. Sabemos que se han jugado la vida por nosotros. Lo sabemos.

Quizás por todo ello he recuperado para el título de este artículo a Gamel Woolsey y su novela sobre la guerra civil en nuestra provincia. Málaga en llamas. Hemos vivido tres días que pasarán a la Historia. Pero esta vez todos hemos vencido.

[Enrique Benítez es parlamentario andaluz del PSOE]