Cada día desayuno con el parte de bajas. Hombres y mujeres. Maduros y jóvenes. Soldados a los que la metralla de la crisis les revienta el vientre o les amputa el futuro. Son las víctimas de una guerra económica de la que el alto mando desconoce el frente. Ese campo de batalla impreso en un mapa de cálculo excel en el que despliegan estrategias teóricas y la vieja consigna de que para salvar a un país a veces es necesario sacrificar a miles de héroes. Carne de cañón, sombras invisibles con trauma postcombate, olvidadas en la penumbra rancia de los albergues que nunca visitan los generales. Cada día desayuno café amargo, recuerdo «Senderos de Gloria» de Stanley Kubrick y me duelo por dentro con el parte de bajas. Especialmente con las de aquellos profesionales que un día se alistaron voluntarios en la prensa. A muchos no los conozco. A algunos les pongo firma y rostro. Otros son amigos con los que compartí instrucción, trincheras, sueños y noches en las que sacudirse la pérdida de la inocencia y el hedor de las batallas. Da igual que sean veteranos o reclutas, tropa, sargentos o capitanes. Todos, plumillas, locutores, fotógrafos, productores, técnicos, editores e incluso comerciales, son compañeros de armas. Ver sus nombres en el parte de bajas, comprobar que cada vez quedan menos medios de comunicación, que cada vez es más difícil encontrar informaciones y opiniones contrastadas, rigurosas y con aliento humano, me produce pena y un sueño intranquilo.

Hubo un tiempo en el que el periodismo le discutía a la literatura el prestigio de contar historias y en sus páginas volanderas la ciudadanía lectora encontraba las huellas del coraje de los profesionales que exploraban las fronteras de la verdad y de la mentira, que le registraban los bolsillos a la realidad y mantenían la libertad con palabras talladas entre la calle, el plomo y las deshoras de la vocación. Llegó la democracia que hizo florecer cabeceras que nos acercaban los sueños utópicos de la política, el lenguaje de la cultura y los reportajes que destacaban el heroísmo anónimo de las cosas cotidianas. En aquellos años, uno sabía que podía hablar en confianza con las páginas de su periódico o las voces de sus emisoras de radio. Hasta que la prensa se transformó en un negocio al que sólo le importaban las cuentas de resultados y compartir sobremesa y copas con el poder. Desde entonces, los medios vendieron el alma a las diferentes políticas que nada más llegar al gobierno pretendían controlar la información. El cambio dio pie a la aparición de los becarios explotados sin tutela, a las editoriales que respaldaban o cuestionaban a los líderes, a las medidas impuestas, a los personalismos de excelentes profesionales que se creyeron dioses y guías espirituales. Un camino que priorizó las promociones de regalo y la publicidad sobre la calidad de los contenidos informativos, la sumisión al poder sobre el talante independiente y crítico, la censura encubierta, el trueque de veteranos por la peonada de los jóvenes sin memoria ni experiencia, hasta alcanzar este momento donde los periodistas que resistimos tenemos la sensación de que nadie quedará para contar lo qué hay detrás de esta guerra, en la que sólo cuenta la victoria del Estado por encima de todo.

Mal futuro tiene una sociedad en la que aumenta la sangría de despidos en la prensa, la destrucción de empleo en otros sectores y los recortes en sanidad, servicios sociales, cultura y educación. Otro frente, éste último, que amanece mañana con colegios sin dinero para luz, agua o limpieza; con miles de profesores despedidos; con padres indignados por el intento de que les cobren las fiambreras en los comedores escolares; con la universitarios de Madrid, de Las Palmas y de otras capitales protestando en las aperturas de curso, encerrados en facultades o llamando a la movilización por el aumento de las tasas, la paralización de los proyectos de investigación y las desigualdades en el acceso a la educación que ha creado este gobierno. El mismo al que parece preocuparle poco su destrucción de bienes públicos y derechos que tardaron muchas décadas en conseguirse; que cada día nos devalúa un poco más a los ciudadanos y obvia que la formación, el conocimiento, la cultura y el periodismo son los mecanismos que iluminan el futuro y logran que un pueblo progrese.

Cada día se producen numerosas bajas de periodistas. Sólo nos quedan francotiradores y algunos soldados que se esfuerzan, con poco sueldo y esperanzas de sobrevivir, en quitarle las máscaras a la máscara de la realidad, en decirnos que España es una gitana de plástico encima de las televisiones de Alemania. Que a este paso, sin periodismo, la democracia carecerá de conciencia, de voz, de rebeldía y libertad.