Nadie imagina a Torrente recogiendo a un miembro de la Familia Real en La Zarzuela, como hizo su homólogo 007 con Isabel II en Buckingham Palace. Los royals británicos poseen un acusado sentido del espectáculo, según hemos podido apreciar ahora que la prensa francesa nos muestra un poco más de Kate Middleton. Por supuesto, el inalienable derecho a la privacidad nos obliga a deplorar esta vulneración de la intimidad de la princesa, otra cosa sería si se mostrara un pecho de su hermana Pippa. La estridencia de los subpríncipes de Gales ante la portada, equivalente a que hubieran sido protagonistas de la misma página de El jueves o a que hubieran sido secuestrados por alienígenas, obliga a recordar que nunca se ha fotografiado en topless a un ser humano que no lo practicara.

Una discípula de Mae West en bikini fue conminada a llevar bañador de una pieza y replicó, «¿qué parte me quito?» Mutatis mutandis, Kate Middleton debería aceptar que los pechos desnudos han inyectado normalidad a su figura principesca, desde el preciso instante en que no se aprecian diferencias sustantivas con las prominencias plebeyas que pueden admirarse multiplicadas por cien en cualquier playa española. Incluso la doctrina del templo machista del Tribunal Supremo ha sentenciado la vulgaridad del topless, que no puede llamar a escándalo ni a quienes ven su imagen reproducida de esta guisa. Además, la princesa contará con un mensaje solidario de Elena Valenciano y del PSOE en pleno.

La realeza británica muestra una propensión enfermiza a desnudarse en público. Lo hacen con igualdad de sexos, un día Harry y al siguiente, Kate, cuya prima segunda es la stripper Katrina Darling. Frente a una Familia Real española taciturna y más triste que Cristiano Ronaldo, las felices exhibiciones nudistas de los allegados de Isabel II demuestran que la monarquía tiene futuro, aunque sea despojándose de las prendas por debajo del manto de armiño. Por tanto, La Zarzuela tiene un problema de exceso de ropa. O de equipaje.