Los ingleses lo llaman «booze drinking», y allí se ha convertido en un problema social y médico. Aquí tiene su equivalente colectivo en el dichoso «botellón», que podría describirse como la práctica de ingerir grandes cantidades de alcohol en grupo con el único y estúpido objetivo de emborracharse. De embriagarse y, de paso, destruir todo lo que se encuentra en el camino, cubos de basura, contenedores, bancos, cabinas y mobiliario urbano en general.

La otra madrugada ardieron dos contenedores, uno de papel y otro destinado al cristal, cerca de mi casa, que está en un barrio madrileño próximo a la Ciudad Universitaria. A diferencia de lo que ocurrió hace un par de meses en el mismo lugar, un coche que estaba aparcado junto a ellos se salvó de milagro.

Es algo que nos toca sufrir con cada vez mayor frecuencia: jóvenes que beben durante horas dentro y fuera de los locales nocturnos y abren luego sus braguetas o se bajan las bragas, pues los hay de ambos sexos, para orinar en medio de la calle. La policía muchas veces no se molesta siquiera en acudir a pesar de las protestas de los vecinos, que han escrito cartas al Ayuntamiento para denunciar no sólo por esos destrozos en la vía pública sino también por el estrépito nocturno, que los fines de semana dura hasta las cinco o seis de la madrugada.

Tras ver los dos contenedores incinerados, he hablado con dos agentes de la Policía Nacional que habían acudido a un comercio donde se había producido además un robo y en cuyo interior los ladrones habían dejado incluso vasos con alcohol, como si hubiesen celebrado allí un guateque. Me expresaron su frustración y me explicaron que no podían hacer nada, que si detenían a alguno y lo llevaban ante el juez, éste los ponía en libertad inmediatamente. Muchos de ellos, me dijeron, eran hijos de abogados y de otros profesionales con buenos enchufes. En una palabra, mimados «hijos de papá».

Un vigilante privado con quien traté lo ocurrido me dijo que tenía que volver Franco, «cuando estas cosas no ocurrían». No era la primera vez que oía ese tipo de comentarios. Le repliqué que en la época a la que él se refería pasaban en cambio otras cosas mucho peores y que en cualquier caso en Alemania, en Austria, en Suiza, que son democracias, ese tipo de conducta era totalmente intolerable y estaba debidamente castigada. La cuestión era cumplir y hacer cumplir las leyes. Pero todos, incluidos algunos vecinos que se sumaron a la conversación, coincidimos en que era sobre todo una cuestión de educación, de enseñar en la escuela, pero sobre todo en la familia, a respetar lo público.

Resulta en efecto indignante ver cómo todas las mañanas, los esforzados equipos de limpieza del Ayuntamiento tienen que dedicarse a limpiar de vomitonas, de latas y cascos de botella aceras y calzadas que parecen haber sido el escenario de una batalla campal. Servicios que pagamos entre todos.

Mi calle no es por desgracia tampoco una excepción. Muchos, en esta y otras ciudades, pueden contar historias parecidas. ¿Son tipos de comportamientos que no se afean en la «educación para la ciudadanía» o como quiera que hayan decidido llamar ahora esa asignatura? Pero sobre todo, ¿no tienen nada que decir los padres de esos muchachos?

Profundamente irritado por esas manifestaciones de incivilidad, impropias de un país que se dice democrático, me he ido con periódicos del día en la mano al Retiro, y me he topado a las puertas del popular parque con una manifestación. Una manifestación a un tiempo musical y ruidosa, en la que los instrumentos típicos de una orquesta, como el fagot, el violín o la flauta, se combinaban con los pitos que llevaban en la boca muchos de los manifestantes para interpretar a su manera desde la marcha fúnebre de Chopin hasta el «Himno a la alegría», de Beethoven, o la vieja canción folk «When the saints go marching in». Había padres e hijos estudiantes de música. Muchos de ellos llevaban a modo de capirote una hoja con notas musicales. Y algunos portaban pancartas en las que podía leerse: «Más solfeo y menos mamoneo». Exigían escuelas de música municipales.

Y de pronto, al ver ese ambiente festivo y pacífico, a la vez que reivindicativo de lo público, volví a reconciliarme con el país.