Leía hace poco que vivimos en una sociedad que busca la simplicidad (que no sencillez) como seña de identidad en todos los niveles de funcionamiento. Esta nueva característica de las sociedades post-postmodernas (o de la inmediatez) hace que vivamos un proceso en el cual los mensajes pasan de ser constructos mentales organizados y desarrollados a meros eslóganes publicitarios.

Lo mismo podemos decir de los movimientos sociales, de las empresas y de toda la sociedad, que poco a poco se van haciendo más homogéneos. Atrás han quedado las ciudades y las sociedades con personalidad propia, y en su lugar aparecen las grandes corporaciones que permiten que cualquier calle comercial pueda pertenecer a Huelva, Roma, o Londres. Esta simplificación de la oferta (a pesar de la OMC) tiene un doble efecto perverso en la sociedad; por una parte acaba con la diversidad local (cultural, social, empresarial, etc) y se asume como modelo un sistema en el que todo está en movimiento, y que tal y como se plasma en el toyotismo, es necesario que llegue just in time.

Este proceso resulta especialmente curioso cuando lo aplicamos a nuestra estructura social. En los últimos años, estamos asistiendo a una simplificación de nuestros barrios, el movimiento asociativo vecinal, sindical o de cualquier índole está en horas bajas, logrando casi hacer desaparecer cualquier tipo de espacio participativo y de generación de ideas en el que tener un mínimo poder de decisión e influencia social. En lugar de reivindicar lo importante, adoptamos la visión toyotista en nuestra percepción de necesidades.

Sólo desde esta premisa podemos entender el planteamiento actual ante fenómenos complejos como la inmigración. En lugar de realizar análisis y propuestas que aborden las múltiples variables de la sociedad post moderna de la que hablamos, utilizamos argumentaciones simplistas.

En lugar de hablar de qué tipo de sociedad queremos construir en el siglo XXI, asumiendo que la libertad de movimientos, en la práctica, no sólo afecta al capital, sino también a las personas; hablamos de sociedades just in time, en las que pretendemos que las personas se conviertan en una mercancía más, pudiendo de esta forma, regular su presencia entre nosotros a través de la misma «no invisible» de la que hablaba Adam Smith y que, paradójicamente, ha causado prácticamente el colapso del mundo occidental recientemente.

Desde este punto de partida, la apuesta socialmente responsable ha de ser mucho más pragmática, haciendo hincapié en dar soluciones a una sociedad muy diferente a la de hace menos de 15 años y en la que nos empeñamos en tomar como referente. Estas soluciones deben analizar los éxitos y fracasos europeos en las políticas de convivencia y de gestión de la diversidad, debiendo poner el énfasis en la definición de modelos participados que den respuestas a las personas que residen y colaboran en el crecimiento social y económico de nuestro entorno, ligando su estatus jurídico -y por extensión sus derechos y deberes- a su residencia y no a su nacionalidad, en lugar de poner el acento en situar a las personas al servicio del sistema económico.