Cuatro años después, Bill Clinton llama finalmente «mi presidente» a Obama. Muy desesperada tiene que ser la situación de los Demócratas para que sus dos figuras más representativas entierren el hacha de guerra. Una interpretación más perversa apunta a que el predecesor ha comprobado finalmente que su sucesor se ha sometido a los gigantes disfrazados de molinos que pretendía combatir. Ha abdicado de los compromisos que forjaron su mito. Obama puede aprobar holgadamente su primera etapa en la Casa Blanca, pero ha defraudado a quienes anticiparon que jugaba en la liga de Franklin Roosevelt.

En su primera campaña presidencial, Obama congregaba en Berlín a más espectadores que U2 o Bruce Springsteen, por no hablar de Madonna. Durante 2012, las cifras del paro lo han colocado más cerca de la derrota que de la victoria frente a un mediocre como Mitt Romney, a quien apodan the Mittster. Aflora así una tercera razón para que Bill Clinton le dirija un respetuoso «mi presidente». El esposo de la Secretaria de Estado ha comprobado que su sucesor no mejorará sus calificaciones a pesar de que, de momento, no ha contado con el placentero hándicap de entretener junto a una becaria los tiempos muertos del ejercicio de la presidencia.

Estados Unidos votó a un presidente extraordinario para enfrentarlo a circunstancias extraordinarias. En la valoración popular sólo se ha cumplido la segunda mitad de la ecuación. Cauteloso y distante, Obama ha hecho menos por la Casa Blanca que por merecer el Nobel de la Paz. De hecho, Bush se enorgullecería del recurso masivo de su sucesor a la ejecución selectiva de presuntos terroristas, en territorio extranjero y sin el engorro de una intermediación judicial. Guantánamo sigue ahí y los acontecimientos que se han precipitado en septiembre demuestran que el descabezamiento de la hidra de Al Qaeda tampoco garantiza la paz perpetua. La imagen de una bandera islámica presidiendo la embajada estadounidense en El Cairo ha afrentado adicionalmente a Washington, porque Egipto es el Estado número 52 de la Unión, después de Israel y prácticamente al mismo precio.

Obama debía liquidar la siniestra era de Bush, pero el presidente agregó a esta tarea planetaria su deseo de arrinconar la imagen lasciva de Bill Clinton, que al menos dejó las cuentas saneadas. En sus dos tomos autobiográficos, Obama se había remontado a la veneración de Reagan, como el artífice más reciente de una visión de América con la que el actual presidente podía identificarse. La rivalidad en el seno de un mismo partido no es novedosa, según lo demuestra el desprecio mutuo que se profesaban Nixon y Reagan. Entre césares, las querellas personales superan en virulencia a las ideológicas. Por ello, la recomposición forzada de afectos en el seno del partido Demócrata mide la preocupación por el resultado electoral.

El servicio secreto norteamericano escogió el nombre en clave Renegade para referirse a Obama. Y en efecto, una vez aupado a la presidencia, la traición del debutante consistió en indultar a Wall Street en pleno. En su excelente libro Confidence Men, el periodista Ron Suskind narra la reunión del presidente con los grandes banqueros americanos en los albores del mandato. Los financieros se presentaron contritos y resignados a la decapitación, pero su interlocutor se limitó a recordarles que la suerte del colectivo se hallaba en manos de la Casa Blanca, porque el populacho exigía su ejecución. A continuación, reemplazó a los expertos de Lehman Brothers por asesores licenciados en Goldman Sachs. La «refundación del capitalismo» predicada por Sarkozy tendría que esperar.

Una vez consumada la traición, Obama reclama el perdón de los votantes. Ya no puede polarizar la campaña en su carisma, por lo que acentúa la descalificación de un Mitt Romney que en la caricatura Demócrata sólo sabe ganar dinero sin pagar impuestos, y que en materias de política exterior suena peligrosamente como George Bush. Sin embargo, la denigración del aspirante empeora al actual presidente, porque obliga a plantear cómo puede tener problemas ante un rival tan débil. Obama tendrá que apelar a su registro dramático para renovar, disimulando la arrogancia que relampaguea desde el rostro del aspirante Republicano. No son exactamente las razones que cimentaron su primera victoria, aunque peor habría sido que acabara como Carter frente a su admirado Reagan, si los asaltos a las embajadas estadounidenses en países árabes se hubieran traducido en secuestros del personal diplomático.