Me gusta visitar museos. Los elijo por las joyas de sus colecciones permanentes, por la calidad de una exposición temporal o porque albergan un cuadro frente al que desmayarse Stendhal. No me importa perderme cuando las salas son un laberinto de siglos y escuelas; seguir el trazado de los que unifican la escenografía clásica y el minimalismo norteamericano ni hacer el recorrido en el sentido contrario a los turistas que disparan a bocajarro con el móvil al sueño eterno de los lienzos, mientras mascan una sonrisa de chicle rosa. Me gusta acercarme a los cuadros y escudriñar la intimidad técnica que esconden, observarlos desde lejos y en diagonal, y colocarme en el centro de la sala desde la que girar atento para captar el diálogo secreto del arte, la creatividad en disputa de los maestros. Cuando voy a un museo llevo zapatos cómodos y ropa de diario. Prefiero ser una sombra anónima y no uno de esos visitantes cuya elegancia, atractivo o indumentaria deportiva producen un ruido que interfiere la abstracción y el recogimiento de la mirada. Al margen del beneficioso desarrollo de la sensibilidad y del conocimiento que procura la contemplación de la belleza, del misterio y la innovación del arte, de los museos también me gusta la posibilidad de sentarme o esquinarme en un lugar apropiado. Desde allí observo a la gente y me divierto intentando descubrir al ladrón que a veces está presente, trabajándose el espacio, los tiempos, la seguridad, los ángulos muertos, las telas a las que les ha tasado los pros y los contras, la fuga perfecta.

La vida real nos informó de la existencia escurridiza de Stéphane Breitwieser y su impresionante colección de 239 obras hurtadas de 172 museos y de la audacia del joven Vincenzo Peruggia que robó en 1911 la sonrisa de La Gioconda. También el cine nos has mostrado diferentes ladrones de arte: duros, gélidos y con un punto azul salvaje o refinados, seductores e indiferentemente flemáticos como Steve McQueen y Pierce Brosnan en El caso de Thomas Crown y sus robos del San Giorgio Maggine de Monet. Y también maduros, inteligentes y distantes como Sean Connery sustrayendo un Rembrandt en La Trampa. Tal vez todos o uno de ellos inspiraron a la banda o al ladrón solitario del Kunsthal de Rotterdam, sobre el que la policía carece de pistas. La Mujer con los ojos cerrados de Lucien Freud y La lectora en blanco y amarillo de Matisse, ensimismadas hacia dentro, no pudieron verlo. El autorretrato de Meyer de Haan rivalizaba en gesto con la picassiana Cabeza de Arlequín por la atención de la Mujer ante una ventana abierta de Gauguin y tampoco advirtieron si el delincuente llegó o se fue por El puente de Charing Cross de Monet, aprovechando su atmósfera impresionista. La policía tenía difícil interrogarlos porque fueron el valioso botín que ha dejado en las paredes un hueco silueteado en tiza blanca. Igual que el que enmarca la huella de un cadáver. El robo de los siete cuadros de la exposición «Las vanguardias» del Kunsthal de Rotterdam, que celebra su veinte aniversario y cuenta con un sofisticado sistema de alarma y videovigilancia, abre un debate sobre la seguridad de los museos holandeses de los que han sustraído 482 cuadros en 23 años. Está claro que las técnicas anti robos no son infalibles, que algunos responsables de seguridad no tienen el celo, la pericia y el ojo preventivo de mi amigo Joaquín Peralta, excelente profesional en este cometido, o que desde dentro un topo comprado facilita el éxito y la higiene del golpe. Personalmente me intriga más cómo es de verdad el rostro de un ladrón de arte, cómo nace su vocación, cuáles son sus métodos y sus movimientos en el mercado clandestino donde los nuevos ricos compran estas piezas inmortales. Un serio problema que agrava la situación de los museos, afectados por la falta de una financiación pública que ha congelado la política de compras y la programación expositiva, por el recorte de personal y el descenso de visitantes. Con este panorama de la crisis, la falta de un modelo de mecenazgo y el desafecto actual de los políticos hacia la cultura o desciendan los robos o los delincuentes de guante blanco aumentan su tajo aprovechando la precariedad. No olvidemos que según ARCA, el organismo que investiga los crímenes artísticos, cada año cien mil obras son sustraídas en todo el mundo. Un negocio que mueve más de ocho mil millones de euros.

Mañana se inaugura, en el Museo Picasso, El factor grotesco. Quién sabe si entre los invitados habrá algún ladrón al que los cuadros de la exposición también le roben la sonrisa y la admiración. Después de todo, la sociedad se comprende mejor a través del arte. Igual que el valor de las obras se vislumbra más fácilmente a través del botín que eligen estos ladrones. Los únicos, que en esta época donde la economía y la política nos roban a diario la dignidad, los sueños y la vida, tienen algo de romanticismo y mucho arte.