L­­­os que no votamos al PP, a sabiendas de que ni un gobierno popular iba a solventar la situación económica, abrigábamos secretamente, sin embargo, la esperanza de que, al menos, mejoraría el sistema educativo. Tal vez por la simple lógica de creer que, en lo peor, ya era imposible que empeorase. Craso error, pues si hay algo que ha sabido hacer el sistema educativo de este país en los últimos veinte años es empeorar y degradarse hasta mucho más allá de lo concebible.

Los sucesivos gobiernos de izquierdas y de derechas han ido introduciendo cambios que, a fin de cuentas, no suponían más que la insistencia en la persecución de un objetivo similar y, en ese sentido, pese a las etiquetas, han seguido la misma política. La de ir devaluando los niveles y así la preparación de las nuevas generaciones a fin de que la ignorancia las haga inofensivas y obedientes al poder. Está claro que una juventud, formada en la intelectualidad y el espíritu crítico, hubiese formado hace tiempo un partido como alternativa a los dos mayoritarios, intentado buscar por propia mano las soluciones a problemas generales y propios, en lugar de exigírselas a unos próceres, ya habituados a obrar -o no- con total impunidad en su burbuja celeste, ajena a las realidades terrestres. Lo que ha sido posible, manteniendo a las tropas de relevo en un limbo de ignorancia, donde sólo cabía la apatía y el conformismo; anestésicos formidables para que las reses, a la postre, desfilen sin resistencia al matadero.

En estas, las mismas, no cabe el debate sobre quiénes son más culpables en la degradación del sistema educativo que no ha hecho más que recibir varapalos a diestra y a siniestra, de modo casi ecuánime e indistinto a lo largo de largos años. Temas tan cruciales como el que nos ocupa, no deberían ser acicate para tomar partido, pues transcienden mucho más allá de la pura demagogia utilitaria. Por eso, obviando el signo que nuestro ministro Wert quiera representar y, en la más pura neutralidad, diremos que sus últimas propuestas de reforma son un auténtico disparate, que, precisamente, no esperábamos del militante de un partido conservador. Un conservador debería conservar la enseñanza de las lenguas clásicas en lugar de terminar por liquidársela. Si no es por pura lógica, que también, por la sola razón de ser católico y seguirle la corriente al Papa, quien piensa relanzar la lengua latina para difundir, a la antigua usanza del Vaticano, la palabra de Dios.

Si bien, incluso ante semejantes contemplaciones, parece que primen en el ministro otras consideraciones por las que quiere borrar las lenguas clásicas del panorama educativo, entendiendo que su modo de ser conservador consiste en conservar y perpetuar las lacras de los anteriores sistemas de enseñanza en progresión suicida, tal vez por evitar males mayores a la patria. El estudio del latín y el griego genera seres pensantes que, por tanto, algún día podrían poner en tela de juicio a un gobierno autoritario y omnímodo, lo cual entraña un grave peligro para el poder, bajo cualesquieres siglas que se presente. Por ello, unos y otros, han ido diezmándolo hasta la mínima expresión por más que intelectuales, especialistas y culturetas intenten salir en su defensa, mitigando tales efectos perjudiciales con argumentos atenuantes que lo eximen de su real peligrosidad.

Como ese latinista que dice que la traducción de la lenguas clásicas no da herramientas de pensamiento, como algunos sostienen, sino un conocimiento profundo de nuestra propia lengua. Pero lo cierto es que una afirmación no descarta la otra, ya que siendo, nuestro pensamiento verbal, se hace más complejo en la medida que es más complejo el conocimiento de nuestro lenguaje. No, en vano, la tradición alerta del riesgo de «un niño que sabe latín» por su mente avispada y despierta. Por supuesto que hay razones más inocuas para defender la utilidad del latín, el griego y la cultura clásica, tales como que su estudio educa en la constancia y el esfuerzo, nos sirve de trampolín para el rápido aprendizaje de otras lenguas y nos da las claves para interpretar gran parte de nuestro arte y nuestra literatura e incluso de nuestra cotidianidad. Gracias al latín sabemos en qué día estamos; hoy, por ejemplo, en el día de Venus. Gracias al griego sabemos en qué consiste la propia sabiduría.

Y, en fin, gracias a la sucesión, durante dos décadas, de sistemas educativos deficitarios, se reinaugura el debate vergonzante de la utilidad del latín y el griego, que, ya en la época de los bárbaros, era una barbaridad. Hasta los antiguos germanos que, por su fiereza en el campo de batalla, dieron nombre a la guerra, sabían que para dominar el mundo, había que saber latín. Las lenguas clásicas no sirven para nada, sirven para todo.