El día de la liberación de París, Albert Camus publicó en Combat, el diario de la Resistencia, su famoso editorial: «La grandeza del hombre radica en su decisión de ser más fuerte que su condición». Lo citan en el libro París después de la liberación sus autores, Antony Beevor y Artemis Cooper. Ella es la nieta de Duff Cooper, el que fuera el primer embajador de Su Majestad Británica en el París recién liberado. Los diarios privados del diplomático y numerosos documentos inéditos alimentan ese apasionante libro que no hubiera sido posible sin la intervención de su nieta Artemis.

Tengo desde hace años el privilegio de ser uno de los amigos de una dama parisina, alma de una de las galerías de arte más importantes de Europa. Ella y su esposo dividen sus días entre sus casas en París, Marbella y Normandía. Me contaron la historia del Hotel Lutetia, sus vecinos parisinos. Durante la guerra, fue el cuartel general de la Abwehr, el servicio de inteligencia del ejército alemán. Después de la liberación el lujoso hotel fue destinado alojar a los franceses que iban regresando del cautiverio en la Alemania del Tercer Reich.

Llegaban las interminables expediciones de los deportados a la estación de Orsay. Lo cuentan en su libro Artemis Cooper y Antony Bevor: «Caminaban cientos de hombres completamente desnudos, cubiertos de polvo contra los piojos y DDT, pues el temor al tifus era extremo. Tenían el rostro hundido, la cabeza calva - ya por estar afeitados, ya por haber sufrido alopecia a causa de la desnutrición - y los ojos deprimidos. Ninguno de ellos hablaba».

Todos en el Lutetia se volcaron con los deportados. Como una humilde reparación por lo que habían padecido en la pesadilla de los campos alemanes. Los parisinos les consideraban «los mejores de los franceses». Se les ofrecía las más sabrosas carnes de ternera, quesos magníficos y café, todo obtenido en el mercado negro. No fue una buena idea. Sus estómagos después de años de cautiverio solo soportaban alimentos muy sencillos y en pequeñas cantidades. No fue fácil para ellos volver a una vida normal. Tenían pesadillas y no podían dormir en una cama blanda. Como escribió un joven «deporté» comunista, Pierre Daix, «no podíamos sentirnos felices porque habíamos traído demasiados muertos entre nosotros».

Hay otra frase en los Carnets (1942-1945) de Albert Camus: «Todas las grandes virtudes tienen una faceta absurda». Entre los deportados estaba la condesa Bessie de Mauduit, de nacionalidad norteamericana, encarcelada por haber ocultado a pilotos aliados en su castillo de Bretaña. Llegó del campo de concentración de Ravensbrück en un estado lastimoso, vestida con el mugriento uniforme de los prisioneros. Aún así resultaba elegante. Confesó su secreto a unos buenos amigos. Se lo había arreglado otra prisionera, antigua oficiala del modisto Schiaparelli. Jamás la vieron llorar durante sus dos años de campo de concentración. Pero no pudo contener las lágrimas al regresar a París.