Una de las más hermosas y esperanzadoras fábulas que conozco se titula El hombre que plantaba árboles. Su autor, Jean Giono, fue un escritor francés de origen humilde que quiso mostrar con esta historia que el esfuerzo personal, por muy pequeño que sea, puede cambiar el mundo y hacerlo más habitable. El protagonista de la misma, Elzéard Bouffier, un pastor analfabeto que vive aislado en una región desértica y semiabandonada de la Provenza, todos los días de su vida a lo largo de varios decenios planta robles, hayas, abedules y otras especies de árboles. Lo hace de manera desinteresada (los terrenos no le pertenecen, nadie le paga por ello, ni siquiera se lo comunica a nadie excepto a un paseante, el narrador, que pasa por allí por casualidad) y sin desmayo, repoblando él solo decenas de kilómetros cuadrados y logrando, al cabo del tiempo, que en ese lugar yermo se alcen bosques frondosos que, a su vez, en una maravillosa reacción en cadena, atraen lluvias que hinchan los cauces resecos y los acuíferos subterráneos, lo que hace que las personas se vuelven a instalar en la zona y plantar hortalizas, flores, prados y árboles frutales. Él solo y en soledad (haciendo de la soledad, de hecho, una forma amable y sin pretensiones dogmáticas de crítica a los valores que rigen nuestra civilización) consigue, con sus manos desnudas y su gran amor a la Naturaleza, poner a respirar un gran trozo de mundo asfixiado por la negligencia o el desconocimiento o la sinrazón de los hombres. Ese pastor, un «atleta de Dios» según Giono, sabe sin saber (sin palabras, incluso contra las palabras, de las que desconfía tanto que al final de sus días se olvida de hablar) el secreto de la felicidad: la suya y la de la Tierra, es decir, la suya religada a la de la Tierra, un acto sagrado que le haría merecedor del estatuto de santo en la religión de la Vida.

Jean Giono vio cómo un editor, que le había encargado un texto sobre un personaje real, le rechazaba esta historia con el pretexto de que ese pastor, Elzéard Bouffier, no había existido. Entonces se lo ofreció a la revista Vogue, que lo publicó en el año 1954, y desde ese momento permitió que cualquiera pudiera imprimirlo sin necesidad de pedirle permiso ni de retribuirle por ello. Dejó libre de derechos el texto para que éste, llegando así al máximo de lectores posible, fuera dejando su semilla en cuantos más de ellos mejor. Un acto generoso que ha inspirado muchos proyectos de reforestación y, algo todavía más importante, un cambio de mentalidad en personas e instituciones a lo largo y ancho del mundo. Quizás no de manera suficiente (no hay más que ver a qué velocidad se deteriora la masa forestal mundial y se pierden especies y más especies vegetales y animales), pero sí, como decía al principio, esperanzadora. Harían falta muchos Elzéard Bouffier para solucionar los gravísimos problemas medioambientales que hay hoy en día, pero si no hubiera ninguno de ellos es probable que el colapso ya se hubiera producido.

Problemas medioambientales que son también problemas del alma. De nada sirve plantar árboles fuera de nosotros si no los plantamos también dentro de nosotros. De nada sirve ayudarle a la Naturaleza exterior a regenerarse si no regeneramos al mismo tiempo nuestra Naturaleza interior. Es por eso que el tiempo no sólo no ha envejecido esta obrita extraordinaria sino que la ha rejuvenecido y hecho hoy mucho más urgente y necesaria que antes.