E­­­n los últimos tiempos la reivindicación catalanista del derecho a decidir, o sea, del derecho de autodeterminación, se ha convertido en una cantinela estomagante. La han vociferado, paseado o aplaudido multitudes nacionalistas de ciudadanos de derechas y de izquierdas, los ayuntamientos autoproclamados independentistas, el Gobierno autonómico y los medios de comunicación a su servicio, generosamente untados con cargo al erario público, variopintas asociaciones ciudadanas igualmente subvencionadas y, por supuesto, la propia Iglesia catalana, también destinataria de financiación oficial. Después de tres décadas largas de voluntariosa «construcción nacional» en la enseñanza y en la radiotelevisión bajo control de la Generalidad -con utilización de técnicas de ingeniería social coactiva como la inmersión lingüística escolar-, nada puede sorprender que quienes consideran a Cataluña una nación expoliada y humillada por España hayan reclamado en calles y plazas la libertad de separarse de los demás españoles.

Asombra, en cambio, que este persistente rezo monocorde de monje budista tibetano, a que se asemeja la jaculatoria del derecho a decidir, traspase la geografía catalana y llegue incluso a encontrar defensores en el propio Madrid imperialista y chulo. ¿Cómo es ello posible? Bueno, así como hay un fervoroso nacionalismo de charnegos, ávidos de integrarse a toda costa en la nueva y exigente patria de sus respectivas lentejas (o más bien «mongetes»), resulta que hay también autodeterministas in partibus infidelium, es decir, en la misma capital del Estado infiel, castellano y borbónico. Algunos de estos charnegos a distancia tal vez lo sean en tanto que estómagos agradecidos a las instituciones catalanas: políticas, universitarias, económicas, científicas… Sabido es que la cartera tiene razones que la razón no conoce. Pero temo (porque lamento la estupidez todavía más que la venalidad) que la mayoría de ellos sean víctimas de una atracción fatal. El catalanismo, en efecto, ha sido capaz de transmitir a las almas progres más sensibles, poniendo por delante los casos pretendidamente paradigmáticos de Quebec y Escocia, la identificación necesaria, impepinable e insoslayable entre autodeterminación y democracia. No se puede, en suma, ser demócrata sin reconocer a Cataluña el derecho a decidir. Sobre la base de tal convicción, expresiva de otra forma de charneguismo acomplejado («¡Huy, no nos vayan a considerar franquistas!»), se proclama por algunos la imperatividad de una consulta plebiscitaria sobre la secesión.

Poco importa a quienes esto predican -algunos de ellos juristas eminentes, para mayor bochorno- que la potestad de cambiar la Constitución pertenezca únicamente a las Cortes y, mediante referéndum, al electorado nacional, y no a los votantes catalanes. Sólo se trataría de una consulta previa no vinculante, aducen los partidarios de semejante fraude constitucional. Sin embargo, la mera apelación «al pueblo de Cataluña» conllevaría el reconocimiento inmediato de una legitimidad distinta de aquella que, según la Ley Fundamental, poseen los titulares exclusivos del poder constituyente. Habría, en suma, dos legitimidades en pugna, y a eso se debe decir rotundamente que no, con absoluta firmeza y completa desinhibición. Atengámonos, pues, al pacto constitucional, que los mismos nacionalistas catalanes suscribieron libremente y muy satisfechos -no era para menos- en 1978.

Ahora bien, cuestión distinta es la pertinencia de abordar, con serenidad y resolución, la puesta al día de un texto constitucional que resulta mejorable después de 34 años de rodaje, especialmente, aunque no únicamente, en lo que respecta a la organización territorial del Estado. Los alemanes, hoy admirados y odiados por igual, han modificado su Constitución 53 veces desde 1949. ¿Por qué no nosotros? El PP, según su secretaria general, se niega a «manosear» (sic) la Constitución porque funciona «razonablemente bien», aunque aceptó la draconiana reforma exprés de 2011, impuesta por Berlín y Bruselas; y el PSOE no acaba de concretar la articulación de su vago proyecto federalista.

Comprobamos, así, que los dos grandes partidos nacionales tienen una empanada monumental y un proyecto de país meramente limitado al ir tirando. Por su parte, todos los partidos nacionalistas se han escorado hacia el soberanismo. Ideal, ¿no? Pues podemos añadir a este cuadro que cada vez que nos negamos a modificar la Constitución estamos ampliando las competencias del Tribunal Constitucional, en franca y alarmante deriva hacia la llamada interpretación evolutiva (un modo de ejercer por su cuenta el poder constituyente), como acredita la reciente sentencia sobre el matrimonio homosexual.

La adaptación de la Constitución ha de ser un empeño permanente, continuo: no estamos ante un texto sagrado, sino ante un contrato político necesariamente actualizable. Opino, en consecuencia, que populares y socialistas deben decidirse a crear una ponencia en el seno de la Comisión Constitucional del Congreso, llamando a ella a los portavoces de los demás grupos parlamentarios. Es hora de poner todas las cartas encima de la mesa, incluida la carta de la discriminatoria e insolidaria pervivencia del privilegio económico vasco-navarro. Hay que hablar a fondo entre unos nuevos «padres» de la Constitución. Y si la tarea de abordar una amplia reforma constitucional parece imposible, ¿por qué no emprender sucesivas modificaciones sectorialmente acotadas, como, por ejemplo, y para empezar, la de la conversión del Senado en una Cámara de las comunidades autónomas? Esto generaría un dinamismo institucional que ha devenido ya imprescindible.

Ramón Punset es Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Oviedo