Ese reducido espacio, apenas dos metros cuadrados, de asfixia social. El tiempo que no avanza. Seis, siete... «¿Porqué no habré subido por las escaleras? Total, sólo son diez pisos». El recurso del móvil no falla. No hay cobertura. Lo acaba de mirar justo antes de entrar. Da igual. Una miradita, para comprobar la hora, un piso más. Todo con tal de no establecer contacto. Todo con tal de no caer en el topicazo del «menudo frío, ¿eh?». Ya sea el presidente de la comunidad, la vecina del quinto, con mayúsculas, o ese pesado que comparte piso y pared pero con el que no se comparte ni media palabra salvo que sea estrictamente necesario. Si acaso un «buenos días», «hasta luego», y para casa.

No ocurre siempre, pero ocurre. El ser humano, tan social por naturaleza como es, sufre de esos momentos de enajenación en los que no está para nadie, y el ascensor es el laboratorio de pruebas empírico de esta actitud tan estúpida, pero tan humana. Quién es capaz de negar que, alguna vez en su vida, no ha acelerado el paso en el portal de su casa o, al contrario, se ha hecho el remolón, fingiendo leer con suma atención una propaganda del Carrefour para poder subir tranquilo y en paz. O, de nuevo aliándose con las nuevas tecnologías, respondiendo un mensaje o haciendo una llamada que no pueden esperar.

Las nuevas generaciones de telefonía móvil, al servicio de la descomunicación. El mp3 apagado y los auriculares puestos, el móvil pegado a la oreja totalmente apagado fingiendo conversación, para evitar una encuentro inconveniente, a un joven voluntario de una ONG que quiere llamar nuestra atención para que apadrinemos a un joven somalí, o no hacer ni caso al que nos intenta vender pañuelos en un semáforo. Cualquier triquiñuela con tal de no abrir la boca para decir «no, gracias». Después de eso, sonrisa victoriosa que nos proporciona ese curioso placer de haber sido más listo que el otro o, al menos, parecerlo. No les voy a negar que más de una vez, cuando he encontrado lo que se denomina un sitiazo con el coche, he remoloneado unos minutos al volante, con el motor ya apagado y escuchando musiquita, sólo para mover el dedito a un par de desesperados buscadores de aparcamiento. «No, no me voy. ¡Ja!»

Entre esos placeres se encuentran las pequeñas venganzas que nos tomamos con pobres inocentes. Pagar un mal día, una ira acumulada tras una semana infame, con quien no ha tenido nada que ver, es también un clásico. Se cuentan por cientos los pobres teleoperadores, que si ya de por sí se exponen al rechazo de su clientela por intentar ofrecer un servicio telefónico, que han padecido la ira de una sufrida ama de casa a la que sus hijos no le hacen caso, el dinero no le llega, y no para de trabajar durante todo el día nada más que para coger el teléfono y jurar en arameo antes de sentenciar y «¡no son horas de llamar a una casa, hombre ya!» Así de humanos, así de estúpidos.